sábado, 21 de abril de 2012

¿Es la religión consustancial a nuestra especie?


A veces pienso que la religión se comporta como la constante descrita en el principio de conservación de la energía. Si un extraterrestre, como observador imparcial, echara un vistazo sobre todas las sociedades humanas descubriría que todas ellas, conexas o inconexas en el tiempo y en el espacio, desde África a Eurasia a Melanesia pasando por América, allá donde se encontraran, han practicado uno u otro tipo de religiones, animistas, politeístas, monoteístas o panenteístas. El dato es exacto aunque cualquier conclusión al respecto puede ser precipitada. El hombre, en efecto, es el único animal que tiene consciencia de la muerte.

Su fuerte proyección existencial le induce, en determinadas condiciones, a fraguar el mito. El mito aparece incluso en las construcciones científicas más elaboradas. Nada nos salvaguarda del mito.  El optimismo de los primeros positivistas infundió la creencia de que la racionalidad científica iría desplazando paulatinamente de la mente de los hombres los fantasmas místicos y religiosos al ofrecer una explicación positiva y contrastada de la naturaleza de las cosas. La perspectiva positivista olvidaba algo básico, que el fundamento último de toda percepción religiosa no descansa en el conocimiento.

La religión funciona como una ideología práctica con base social e institucional y su presencia y persistencia no tiene que obedecer necesariamente a la ignorancia del funcionamiento real de las cosas del mundo, sino a un complejo sistema en el que se entrelazan un espíritu infantil de dependencia y de anhelo protector, el deseo de traspasar las fronteras que al ser humano le impone la muerte como destino final, la fuerte proyección existencial del ser humano que le impone dotar de sentido su existencia insertándola en  la del universo, el ansia de establecer una conexión directa entre el hombre y lo absoluto, la búsqueda de la certeza en la incertidumbre, la simplificación ética que impone el establecimiento de una moral dirigida y, en las religiones monoteístas, la necesaria legitimación de un sistema despótico en base a los principios de jerarquía, dominación y subordinación que estaría conectada a la presencia de una divinidad puro reflejo del monarca, sátrapa o tirano.

 El poder y el control social lo ejerce la casta de los sacerdotes mediante las instituciones de la penitencia, el sacrificio o la confesión. La religiosidad sería producto de la conexión compleja de todos esos elementos, el conocimiento sería uno de ellos y su importancia no ha sido despreciable, no olvidemos que por transgredir las "verdades reveladas" fue quemado vivo Giordano Bruno, Galileo fué perseguido, Spinoza fue incluido en el Índice junto a otros muchos más, etc, etc, etc, que a partir del siglo IV la filosofía griega, nacida de la ciencia y del conocimiento, va a ponerse al servicio de la razón religiosa. Propagadores como Agustín de Hippona o Tomás de Aquino se valdrán de Platón y Aristóteles para vaciarlos de contenido y servirse de ellos como vehículos para insertar fe y razón dentro de unos sistemas teológicos construídos tautológicamente que buscan lo que encuentran y encuentran lo que buscan.  

También Marx pecaba de iluso y optimista cuando afirmaba que "el reflejo religioso del mundo real únicamente podrá desvanecerse cuando las circunstancias de la vida práctica, cotidiana, representen para los hombres, día a día, relaciones diáfanamente racionales, entre ellos y con la naturaleza" .Aunque su perspectiva superaba a la positivista en el enfoque sociológico del fenómeno religioso, no puramente gnoseológico, cayó igualmente en la simplificación. Conforme a la concepción marxista la ideología es un reflejo de las relaciones de los hombres con la naturaleza y de las relaciones de los hombres entre sí.

En el primer sentido, el de las relaciones de los hombres con la naturaleza, la causa de la visión deformada de la realidad será el desconocimiento tal y como sucede en la formaciones sociales precapitalistas (aquí coincide con los positivistas) y, en el segundo caso, el carácter fetichista que adopta la mercancía bajo el modo de producción capitalista, donde la ideología encubre relaciones sociales que adquieren el carácter de cosas. Se cae en la simplificación, pues las ideologías obedecen a tiempos distintos a los institucionales y económicos. Parece como si los hombres tuvieran delante suya una lente que les impidiera ver las cosas tal y como son y que un cambio social radical apartaría de la noche a la mañana esa lente y les hiciera ver de pronto la realidad tal y como es.  

En realidad una solución definitiva a todos los problemas no existe, y la oscuridad aparece y reaparece cuando ya se la creía exorcizada, se instala en el racionalismo, en el positivismo y hasta en el marxismo.. Nunca se debe esperar más de lo que se puede conseguir porque es esa otra alucinación más, la de las relaciones claras y diáfanas, porque nunca se llegará a la claridad absoluta (y esperemos que nunca se consiga, porque supondría la muerte o el apagón general), siempre surgirán nuevos problemas, nuevas dudas, siempre será necesario regresar por el camino recorrido y empezar de nuevo. Los hombres siempre han sido buscadores de problemas y de soluciones a esos problemas.

El positivismo y el marxismo han sido víctimas en este sentido del paradigma de simplificación, han escogido una sola fuente de producción de la ideología, el uno, el conocimiento (teológico, metafísico y positivo) y el otro las relaciones sociales (encubridoras de las relaciones reales) y han perdido de vista el engranaje complejo gnoseológico-social-psicológico-existencial que ha funcionado con diferente repercusión e intensidad según la época, lugar, clase o institución así como su naturaleza de conexión desiderativa-cognitiva-pulsional-pasional-filial con el absoluto, el deseo incontrolable de controlar lo que no está sujeto a control.  

Por otra parte y, siguiendo el hilo de lo anterior, el espíritu religioso nunca ha sido suprimido del todo. Y es que las fuentes del misticismo, del oscurantismo y del fantasma religioso son múltiples, se hallan conexas y están concatenadas. Un cambio de sociedad no tiene porqué implicar la desaparición de la consciencia de la muerte, del deseo a sobrevivirla y del estado de reinfantilización y dependencia materna. Por otro lado, el derrumbe de barreras en el campo del conocimiento tiene efectos paradójicos. A lo largo de la edad moderna y contemporánea, las ciencias no han hecho otra cosa que desplazar al hombre del centro del universo y situarlo en posiciones cada vez mas marginales, tanto desde el punto de vista cosmológico como ontológico.

Magnitudes tales como los años/luz como medida de la distancia, el cómputo de los acontecimientos geológicos en miles de millones de años, la consciencia de que el fin de nuestra especie no tiene porqué implicar el fin de la vida en la Tierra, la puesta de manifiesto de la existencia de fenómenos como los quásares, los púlsares, los agujeros negros y la antimateria que escapan al ámbito de nuestra percepción sensible, etc, al poner de manifiesto la insignificancia de la existencia humana en relación a todo el conjunto, generan necesidades nuevas de dependencia religiosa, un mayor empequeñecimiento, una mayor infantilización, en el sentido de una mayor sensación de desamparo, una nueva necesidad de someter a control lo desconocido e incontrolable.

Y siempre habrá Paulinos y charlatanes dispuestos a trastocar los conocimientos de la ciencia moderna para ponerlos al servicio de la teología.  ¿Significa lo hasta ahora dicho que no caben posibilidades reales de superación de las fantasmagorías religiosas? No, en absoluto. De hecho, nuestro mundo no es el mundo primitivo ni el mundo medieval. Los poderes, en gran cantidad de países son laicos, en el mundo occidental las Iglesias han perdido mucho poder sobre las decisiones políticas, aunque en situaciones críticas, regresan los fantasmas.El ciudadano medio de nuestro entorno puede sobrevivir perfectamente sin tener que acudir a las fuentes de la religión y de la religiosidad y tan solo se acuerda de ella cuando ve próxima la desgracia o cuando se sume en la más profunda desesperación. Sin embargo, el mundo religioso ofrece lo que no tiene el mundo civil: ritos, fastos, solemnidades y fiestas.

Los rituales de iniciación, que en la jerga católica se llaman sacramentos, son ampliamente adaptados y aceptados por las sociedades de nuestro entorno mediterráneo y constituyen motivos festivos y además un gran negocio para la hostelería. Parece que la devoción a los santos locales que llenan de fiestas y jolgorio los pueblos de la península están muy lejos de extinguirse. Se ha desgajado una cierta religión sincrética popular de los medios de control y represión clericales.  Por otro lado, se puede asegurar tajantemente que nada es consustancial al hombre, salvo su capacidad innata de asimilar, adquirir, aprender.

Otra cuestión son los contenidos mismos de ese aprendizaje, su conexión con sus pulsiones existenciales que obviamente puede variar dependiendo de sus condiciones de vida. Por tal motivo no considero aceptables las afirmaciones de ciertos biólogos cuando aseguran que "se da en la naturaleza biológica del hombre una predisposición hacia las creencias y cultos religiosos, esto es, hacia las creencias y ritos que dan un significado trascendental a la vida individual" (Francisco Ayala)  Además de Ayala, el fundador de la sociobiología E.O. Wilson busca en nuestros genes el fundamento de tan universal predisposición a las creencias religiosas. 

Ante tal género de determinismo solo podría caber resignación: lo que se sanciona con la predisposición biológica adquiere inmediatamente el estatuto de lo inmutable e invariable tal como sucede con la cuestión de la agresividad humana y la metafísica del hombre. Pero los ateos y los agnósticos coexisten con los creyentes. En este sentido la naturaleza biológica del hombre solo predispondría a los estos últimos.  Trazar predisposiciones en la naturaleza biológica del hombre no implica mas que dogmatizar sobre la misma en el más amplio sentido del término. La única predisposición humana es la de asimilar el entorno y los entornos son muy variados. Aunque últimos estudios en materia bio-religiosa aseguran que desde el punto de vista de la selección natural el comportamiento religioso ha sido ventajoso en términos de asegurar la supervivencia.

Esa capacidad de asimilar múltiples entornos diferentes con el auxilio de un único instrumento biológico sienta un precedente radicalmente nuevo en la naturaleza.Hasta el momento la biodiversidad, la variación de biotas,  se basaba en las múltiples posibilidades adaptativas que ofrecía el ecosistema, y esa misma adaptabilidad incluía la génesis orgánica. En tal sentido, se puede afirmar que el pato tiene predisposición biológica a nadar en las lagunas, el cercopiteco y la ardilla a trepar por los árboles, el quebrantahuesos a triturar los huesos para acceder a la médula. Para mí, la misma predisposición tiene la naturaleza biológica del hombre hacia las creencias y cultos religiosos que a interpretar la sinfonía incompleta de Schubert o a tocar el violín. La cuestión es que estamos hablando de fenómenos culturales, y la cultura no es fruto de una predisposición biológica, sino de una emergencia y recombinación del sustrato biológico sobre una nueva base.  

Tampoco faltan las tentaciones de tipo pan-biologista que pretenden deducir la religiosidad humana de nuestros antepasados primates, así Desmond Morris asegura que "A primera vista, es sorprendente que la religión haya prosperado tanto, pero su extraordinaria potencia es simplemente una medida de la fuerza de nuestra tendencia biológica fundamental, heredada directamente de nuestros antepasados simios, a someternos a un miembro dominante y omnipotente del grupo. Debido a esto, la religión ha resultado inmensamente valiosa como contribuyente a la cohesión social, y cabe dudar de que nuestra especie hubiese llegado muy lejos sin ella, dada la combinación única de circunstancias de nuestros orígenes evolutivos.

Ha producido, además, una serie de curiosos derivados como la creencia en "otra vida", donde al fin nos reuniremos con las figuras divinas." Es esta una derivación francamente sorprendente (en realidad no tan sorprendente para quienes estén acostumbrados a las exageradas conclusiones que casi siempre deriva este zoólogo del comportamiento animal a la conducta humana que en muchos casos se comporta como un charlatán sensacionalista) y resulta más sorprendente aún cuando deduce directamente las religiones más elaboradas de nuestro componente simiesco olvidándose de las creencias más primitivas de orden animista donde aún no han surgido los dioses ni el concepto de vida sobrenatural, más próximas en el tiempo a las pautas conductuales de nuestros antepasados simios.  

El pan-biologismo de Morris prescinde total y plenamente de la historia social y cultural de la humanidad, de las elaboraciones sociales y culturales que exceden de la esfera propiamente bio-etológica . Pero lo que más me llama la atención es que desprenda directamente de nuestra tendencia biológica primática a someternos a un jefe, lo que es, por cierto, más que discutible y, por otra parte, ¿los miembros dominantes y omnipotentes del grupo quedan excluidos biológicamente de esa tendencia a someterse a los miembros dominantes y omnipotentes del grupo? 

Tras esta breve intoducción lanzo la siguiente pregunta: Si las religiones no existieran, ¿habría que inventarlas? 

viernes, 13 de abril de 2012

Neocristianismo



A la pregunta sobre la figura de Jesús formulada a gente de izquierdas, creyente o no creyente, es fácil y frecuente obtener respuestas bastante parecidas. Casi todos coincidirán en que fue un revolucionario. Los matices llegarán un poco mas tarde; para unos sería un pacifista, para otros, un comunista con la correspondiente ramificación: combatiente contra la ocupación romana, agitador de los desheredados, oscilando entre Gandhi y Ho Chi Min y el Che Guevara.

Los menos, algo mas informados (conocedores, al menos, de los escritos de Bultmann, Montserrat Torrents o Puente Ojea), disertarían sobre la apocalíptica judía de la época, las aspiraciones mesiánicas, el libertador davídico, etc. Al ser preguntados sobre la relación entre Jesus y la Iglesia Católica la unanimidad sería absoluta: cero.

Lo cierto es que, de haber existido el personaje, algo dudoso o nada claro a tenor de la documentación histórica disponible, ninguna, salvo los textos religiosos y apologéticos que no son históricos propiamente dichos, casi todos incurren en la misma ucronía, en la contemporaneización del pasado, ya que ese nuevo Jesus sería el resultado de una proyección política que no le corresponde. De nada sirve el recate del Jesus real ni su desmitificación, pues esa misma operación de rescatarlo y desmitificar, la del Cristo de la fe, el Cristo paulino y constantiniano, es, al mismo tiempo, profundamente mitificadora. 

Neocristianismo es una expresión acuñada por Gonzalo Puente Ojea para referirse a las nuevas posiciones surgidas como consecuencia de la quiebra del dogma de Cristo sustentado por la Iglesia e Iglesias cristianas.

Desde que teólogos del ámbito protestante como Rudolf Bultmann comenzaran a desentrañar un Jesús histórico a partir del Cristo de la fe todo ello desencadenó un proceso de “humanización” de Cristo o de jesusificación del mito. El caso es que el mismo Bultmann destacó la práctica inexistencia de fuentes históricas al margen de los propios textos bíblicos y neotestamentarios que, en puridad, no son realmente fuentes históricas.

De todos modos, la llamada búsqueda del Jesús histórico creó escuela y muchos de sus seguidores, con más base en la interpolación y la especulación que otra cosa, abrieron la caja de los truenos, de modo que desde el mismo momento en el que se desterraba el mito oficial, el del Cristo de la Fe, nacían nuevos mitos, unos, el del Jesús revolucionario, activo luchador contra la ocupación romana de Palestina y Galilea, defensor de la causa de los pobres y oprimidos, otros, el del Jesús pacifista y amoroso, ácrata, feminista, medio hippie, predicando la máxima del amor universal.

Los nuevos mitos se instalaron, y muy bien, en las consciencias. En el medio católico, mediante las teologías de la liberación, con sus seguidores como Hans Küng, Leonardo Boff, Eugen Drewermann, Edward Schillebeeckx, etc, enfrentados directamente a la jerarquía eclesiástica.

La aparición de esa diversidad de tendencias, nacidas al amparo de un mismo mito y que desembocan en la construcción de mitos distintos lo que pone de manifiesto es la profunda versatilidad de un movimiento político-religioso como el cristiano que al incorporar a cientos millones de fieles con necesidades y aspiraciones diversas da salida de algún modo a las mismas, invirtiendo, si cabe, la razón teológica original para adaptarla a sus aspiraciones.

En realidad, no se trata de un fenómeno nuevo ni mucho menos original de esta época, pues comprobamos que durante la Edad Media y hasta el siglo XVIII las sublevaciones de campesinos pobres atravesaron occidente, siendo el milenarismo una constante generadora de energías revolucionarias y transformadoras. Lo curioso es que, armados de la misma razón evangélica y teológica que propugnaban los defensores del sistema de castas, servidumbre y privilegios aristocráticos de ella se valieron los movimientos milenaristas mesiánicos como medio de emancipación. La antorcha de los movimientos milenaristas que se van sucediendo a partir del año mil, de las revoluciones campesinas de los cátaros, anabaptistas, dolcianistas, de Thomas Muntzer, de Joaquín de Fiore, de Fra Dolcino, etc, movimientos casi todos ellos aplastados de forma contundente.


Volviendo de nuevo al tema del neocristianismo, advertimos que lo que en realidad ha intervenido en la creación del Jesús histórico no ha sido la investigación histórica sino más bien el recurso al anacronismo histórico mediante la contemporaneización del personaje, atribuyéndole de forma especulativa la ideología y aspiraciones de cualquier joven rebelde de los años sesenta del siglo XX: la vida en comunas, el desprecio a los gobernantes y a los jerarcas, la defensa de la libertad sin límites, etc.

El poder evocador de la imagen generada ha llegado incluso a traspasar la esfera de lo puramente religioso, de modo que el mito desmitificado y reconvertido de nuevo en mito se ha proyectado incluso a la esfera de lo político. Así que no es extraño ver cómo se ha llegado a convertir en todo un referente en amplios sectores de la izquierda como portador de un nuevo mesianismo liberador de oprimidos, particularmente en el ámbito de latinoamérica. Incluso en el laico occidente, la imagen que suscita es la de un revolucionario crucificado por los opresores cuyo mensaje ha sido desvirtuado por sus seguidores.

sábado, 7 de abril de 2012

Las caridades y otros valores fuera de crítica


Estamos reviviendo en esta época una confluencia laico-religiosa centrada en los valores del asistencialismo caritativo. Se truecan los conceptos. La solidaridad no es lo que hasta ahora habíamos entendido por solidaridad en tanto que valor procedente de la lucha de clases entendido como unión encaminada a conseguir una reivindicación común, la huelga que une como una piña a los trabajadores de la factoría. Al solidario se le opone el esquirol, sujeto mezquino que vela por sus intereses individuales antes que por los colectivos. No se une a la huelga por miedo al despido pero sin embargo se beneficia de los resultados de la huelga sin arriesgar nada. La solidaridad solo podía concebirse como egoísmo colectivo sincronizado, un yo conjunto que defiende sus propios intereses. Ahora se habla de solidaridad como altruismo, concepto intercambiable con la caridad o como sustituto de este último (hoy día se ve feo eso de hablar de caridad, recuerda las migajas que repartían los marqueses entre los menesterosos el día de Navidad, a las fatídicas campañas de “siente a un pobre en su mesa” o a la entrega de ropa vieja y usada y juguetes rotos que antes de ir a parar a la basura se prefiere regalarla a los niños más necesitados), pero en realidad nadie es enteramente altruista, para ser altruista hay que ser antes egoísta, el desinteresado cultiva su ego en su desinterés. 


Si me hablan de alguien que mira antes por los demás que por sí mismo, les diré que ese alguien no existe o, si existiera, sería un ser inhumano, porque quien no se ama a sí mismo no puede amar a los demás, porque el mí mismo es lo que nos sitúa en el mundo, lo que nos proyecta hacia los demás, ¿quién pondría a sus hijos en manos de un suicida en potencia que dice amar a los niños sobre todas las cosas? se habla de cooperantes con el Tercer Mundo, se envía ayuda en acción, etc y lo que llega suele acabar en manos de bandas locales y de mercenarios que revenden los alimentos en el mercado negro, con lo cual incrementan su poder y sus prerrogativas (véase lo que sucedió en Somalia). Y lo peor de todo, se convierte en un reclamo publicitario para ciertas marcas y artistas que al actuar en pro del Tercer Mundo adquieren renombre y prestigio. En este mundo del Capital todo se asimila con intereses lucrativos, hasta para promocionar ciertas marcas. Por cierto, podemos ver anuncios de una marca de leche cuyo reclamo publicitario es la entrega de envases a los niños del Tercer Mundo, lo que significa que para el Capital, causante del Desarrollo Desigual de los países de la Periferia, (no del “Tercer Mundo”, concepto este totalmente anticientífico) aprovecha las penosas condiciones que él mismo ha generado en su propio beneficio, una fatídica vuelta de tuerca.

Considero que el mejor servicio que los habitantes de los países capitalistas privilegiados podemos prestar a la población de la periferia no es enviarles monjas, misioneros o médicos solidarios. Nuestro mejor servicio no puede ser otro que desembarazarnos del Modo de Producción Capitalista: nos liberaríamos nosotros (la caridad bien entendida empieza por uno mismo) y también los países periféricos se liberarían política y económicamente de su situación de dependencia (Deuda externa, política del Banco Mundial, etc). Todo ello les posibilitaría acceder a la explotación de sus propios recursos, crear sus propias Universidades para formar sus propios médicos y técnicos, y los pondría en condiciones de exigir del “Primer Mundo” la cuota de riqueza y productividad que durante los últimos siglos les ha sido usurpada por la rapacidad colonialista, que reclamen la ciencia y la técnica, los más valiosos monumentos que ha construido la humanidad a lo largo de toda su historia (un monumento más gigantesco que las Pirámides de Egipto, que el Taj Mahal, que la catedral más gótica o más barroca, el templo budista más impresionante y que las siete maravillas del mundo juntas) que se conviertan efectivamente en lo que son,  patrimonio de la humanidad y dejen de ser lo que ha sido hasta ahora, herramientas al servicio de la acumulación de capital.

Lo demás son sucedáneos para conciencias culpables, una falsa limpieza de conciencias que no hace más que reproducir la dependencia y la falta de suficiencia económica y tecnológica. Tampoco son creíbles los Programas de Ayuda al Desarrollo. España tiene su propio Tercer Mundo en las zonas beneficiarias del PER Dichas inversiones públicas no generan desarrollo económico. El Capital sabe muy bien donde invertir, en aquellos espacios donde a la inversión repercutan beneficios por duplicado y por triplicado. La inversión social no es tal inversión en el sentido capitalista del término y, por tanto, no genera desarrollo sino dependencia continuada de esa misma inversión y desempleo orgánico y estructural. Tales Programas de Ayuda al Desarrollo, en un contexto mundial de relaciones capitalistas, solo pueden generar dependencia del exterior y nuevos sistemas de prebendas neocolonialistas, jamás serán artífices de un despegue económico o de una equitativa distribución de recursos.
           
A esta empresa de crítica demoledora y corrosiva se suma mi particular obsesión por desmontar las verdades establecidas, los tópicos universales, los lugares comunes emanados del sentido común.  El discurso protocolario real o papal, el ecumenismo religioso o laico, obedecen todos a esa misma tendencia natural de señalar modos, conductas y valores de validez general para todos y sobre todos, de sentar principios universales intemporales, de establecer conceptos que a base de usarlos han perdido significado concreto y preciso. En definitiva, han marcado una tendencia a la desustancialización discursiva. 


Los imperativos exhortatorios expresan el natural vacío de lo simple: lo que queda es un humanismo abstracto (tan abstracto que pierde de vista la realidad humana que le sirve de referente) que apela a la paz, el amor, la concordia, la filantropía, los derechos humanos, el progreso, la libertad, la justicia, la solidaridad con el Tercer Mundo, las ONG(s), el 0´7 por ciento, el colapso ecológico, etc., valores expresados de un modo tan positivo y categórico que solo un monstruo sin sentimientos (“deshumanizado”) podía oponerse a ellos. Las modernas inquisiciones son inquisiciones ecuménicas, establecen marcos generales que aniquilan la diferencia y excluyen por principio el matiz, la contradicción y la perspectiva. Pongamos un ejemplo; el narcotraficante Escobar era venerado en el área de Medellín, ayudó a los pobres, construyó escuelas, viviendas sociales, hospitales, etc.  Si descontextualizamos, en su zona era un bienhechor, pero en el contexto de la lucha general contra el narcotráfico era un auténtico villano .

En suma, todo miserable expoliador y explotador tiene su lado de bienhechor pues esa es la condición de su permanencia como tal, algo así como rezaba el dicho popular: “El señor Don Juan de Robles, con caridad sin igual, hizo hacer este Hospital pero primero hizo a los pobres”. Quienes desconfiamos del ecumenismo y de las bellas palabras tenemos razones sobradas para ello. Las mayores barbaridades de la Historia se han llevado a cabo justamente en nombre del Amor y de la Justicia, las Sectas más peligrosas, aniquiladoras y destructivas lo basan todo en el Amor. La Caridad es la otra cara de la miseria y la menesterosidad. Los hambrientos, harapientos y miserables hacen virtuosos a los practicantes de la caridad. La caridad no es un atributo abstracto definitorio del sujeto mismo sino un concepto relacional, se realiza en la miseria y en la pobreza, requiere de la miseria y de la pobreza para reafirmarse y reproducirse, es ese su mismo caldo de cultivo, su nicho ecológico. Sin miseria no habría lugar para la práctica de la caridad.

En este punto soy un aguafiestas, lo reconozco, pero llegado cierto momento se sospecha de todo, de las más bellas palabras, de los principios más hermosos, de las acciones más filantrópicas. Las Organizaciones No Gubernamentales son hijas de las instituciones de caridad Se asemejan a una cortina de humo tranquilizador de conciencias, pero su operatividad es nula. Solo quedan los vacíos parabienes navideños.


jueves, 5 de abril de 2012

EL DIFÍCIL IMPERATIVO





                Los filósofos no han hecho más que interpretar de
diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
 transformarlo (Karl Marx: Onceava tesis sobre Feuerbach).

La transición de la gnoseología al normativismo viene sintetizada en esta frase lapidaria. El imperativo marxiano es categórico u ontológico-deductivo: el paso siguiente de la interpretación es la acción, es algo así como su culminación necesaria. Interpretar el mundo debe entenderse como combatir el mundo. Marx no llamaba a dejar de interpretar el mundo para pasar acto seguido a la acción, pues su crítica de la economía política era una crítica directamente beligerante, y en este punto, Marx conecta con el paradigma de la Ilustración. La confección de La Enciclopedia supuso la puesta en marcha de un ingente proyecto encaminado a modificar, por la vía del conocimiento, el mundo anterior. En tal sentido, el conocimiento, en tanto que suplantación, tenía encomendada una función claramente beligerante con ese mundo al que se deseaba transformar. 

Los Philosophes y Marx tuvieron en común la valoración del conocimiento como arma revolucionaria. Eran épocas de revolución y conmoción social que partieron de la idea de que el papel del intelectual era desenmascarar los resortes de legitimación imperantes, poner de manifiesto la verdad, así desnuda que, como tal, pondría en marcha la construcción del orden deseado. Eran épocas de creencia en el progreso, donde cualquier hito en el conocimiento, a la vez que dinamitaba los cimientos del orden existente, ponía los ladrillos del nuevo orden. Fueron épocas cargadas de una buena dosis de optimismo histórico. Para construir el nuevo mundo bastaba con la crítica. Para los Philosophes el blanco a abatir era el sistema de privilegios y el objetivo a apuntar eran las supersticiones religiosas. Para los socialistas el blanco a abatir eran las clases sociales y el objetivo a apuntar, las relaciones de producción capitalistas, formas estas aprisionadoras de los contenidos energéticos dinamizadores del desarrollo social: la producción y el trabajo. Las barreras se encontraban, en uno y otro caso, perfectamente delimitadas y la acción se presentaba como consecuencia lógica y necesaria de la misma actividad teórica. En esta misma línea Kant intenta compaginar el orden racional con el orden moral, someter a los dictados de la razón la base de la norma moral, lo que dió en llamar Imperativo Categórico.

Pero seguimos atrapados en los presupuestos de un cierto tipo de gnoseología normativa. Desde cierto punto de vista, interpretar la realidad de una forma implica indicar el modo en que ésta se debe interpretar, aunque de aquí no podemos concluir alegremente que el uso de un determinado método científico tenga consecuencias normativo-éticas o normativo-políticas, sino tan solo normativo-metodológicas o normativo-gnoseológicas, de modo que el severo juez que, a fin de cuentas, sancionará la observancia o inobservancia de tal o cual mandamiento metodológico no puede ser otro que la misma realidad. En las construcciones teológicas la interpretación de la realidad se encuentra mediada por la institución: interpretar la creación del hombre por dios se entiende como predicar la sumisión absoluta del hombre a la divinidad y, por tanto, al universo interpretativo de la voluntad de esa divinidad personificado en la institución. ¿Se puede deducir algo parecido de la teoría del origen de la vida a partir del caldo prebiótico?. Por supuesto que no. La conexión científica nada tiene que ver con la conexión religiosa. Las categorías de mediación son distintas y en ningún caso son extrapolables. 

La conexión con el absoluto que realiza el creyente no es nunca cognitiva por mucho que los ingredientes psíquicos que conlleva toda mediación institucional generen en algunos casos apariencias de experiencia real. En todo caso, la neurosis religiosa es una cuestión aparte.  La contundencia con la que se ponen de manifiesto las estructuras apriorísticas tiene como efecto anular cualquier esfuerzo en el plano cognoscitivo o bien reorientarlo en ese mismo sentido prefigurado.  Idéntica forma de operar e intervenir en la realidad es la que ocupa al astrólogo con ese sistema de conexiones imaginarias que observa entre las constelaciones, los individuos y su porvenir.  

La ciencia no puede aspirar a establecer una línea directa con el absoluto, entre otras cosas porque rechaza ese concepto y la modestia de sus medios en relación al todo se lo impide. Se puede aceptar un absoluto filosófico indeterminado, un primer género de materialidad al modo de Spinoza necesariamente vacío de contenidos positivos y, lo que no se puede y, sin embargo, se ha hecho, es abusar de la hipótesis hasta el extremo de la especulación, tal y como ha sucedido con la teoría del Big-Bang. 

Aún así, del conocimiento científico tomado en sí mismo no se desprende relación alguna de poder. A ningún científico mínimamente sensato se le ocurriría adorar al átomo de hidrógeno ni elevar a los altares al caldo prebiótico[1]. 

Muchas culturas han observado, con razón, que el sol es fuente de vida y en concordancia con ello han instituido el culto al Dios Sol. El espíritu científico se detendría en la primera constatación, conocedor de antemano de que al Sol le resulta absolutamente indiferente que los hombres le erijan o no altares en su honor, advirtiendo que más trascendencia tiene para la sociedad el uso y aprovechamiento de dicha fuente de energía mediante, digamos, paneles solares. Nos encontramos ante dos tipos de actitudes radicalmente distintas ante las cosas: la animista y la científica. 

La concepción animista-religiosa desprende de las cosas un conjunto de contenidos éticos-normativos ineludibles así como cierto orden causal entre mundo, cosas y objetos impregnados de espíritu y simbolismo y las acciones de los hombres. 

El espíritu científico rechaza ese orden de cosas, se sitúa en un mundo aparte del puramente ético normativo, está, por así decirlo, más allá del bien y del mal. Interviene impulsado por constreñimientos de orden práctico y tecnológico y, desde luego, no se halla exenta de las relaciones de poder y dominación que se establecen aunque en un orden inverso: el poder es fuente de religiones, iconos, símbolos sagrados, etc,  mientras que la ciencia puede ser fuente de poder, entendido éste como dominio tecnológico y, por tanto, como medio de control.  

Las ideologías-institución, o bien, las instituciones productoras de ideologías, solo pueden aspirar a construir ideas-norma. Iglesias, Poderes del Estado y Partidos son las instituciones productoras de normas por antonomasia, sus vidas transcurren (y solo pueden transcurrir) a través de un universo normativo-imperativo porque, entre otras cosas, es esa la razón misma de su existencia. De las citadas instituciones emanan en abundancia cánones, estatutos, programas, encíclicas, leyes, circulares, órdenes, cartas apostólicas. Toda institución, hija de la norma, rezuma y produce normas como formas de manifestación de su existencia. En cierto sentido, no crean conocimiento, crean realidad y regulan esas mismas realidades sujetándolas a su propio orden.. Su concepto de lo real reviste la forma de un principio normativo-imperativo y, en tal sentido, ese mundo solo puede hallarse cargado de significado axiológico: mundo peor, mundo mejor, mundo perfecto, mundo imperfecto..., de modo que su noción sobre las cosas es al mismo tiempo una llamada a la acción sobre las cosas desde el plano puramente ético.

El proyecto ético-político científicamente fundamentado hace aguas por los cuatro costados, y no es que no debamos a la ciencia nada  en el desarrollo de ciertas pautas de comportamiento o de llevarnos por el mundo. La ciencia nos hace menos ilusos, menos dogmáticos, menos soberbios. Pero de ello no se desprende que nos impela a actuar de uno u otro modo. El cumplimiento de los mandatos emanados de la ley divina tal y como la entiende Spinoza, cuyo incumplimiento, al implicar contradicción, resulta imposible[2] es un ámbito de decisión que se sitúa fuera de la Ley moral. ¿Acaso es ética una prescripción facultativa?. Algunos sostienen que el ecologismo es una ideología científicamente fundamentada y, por tanto, una actitud ético-política guiada por la ciencia. Mantengo mis dudas al respecto. La naturaleza totémica a la que rinden culto determinados ecologistas o la variante administrativo-burocrática en sus políticas medioambientales con su tendencia a crear espacios naturales protegidos, reproducen curiosamente los planteamientos de tipo animista con sus territorios sagrados, sus santuarios naturales, etc, etc.  En suma de dichas actitudes se puede afirmar de todo menos que se encuentren científicamente fundamentadas.

Se reduce el círculo, se nos ha perdido el mito del progreso, las fundamentaciones axiológicas de un presumible mundo mejor: ¿Acaso puede ser este un mundo más solidario? Nuevamente saltan los resortes personalistas y paternalistas. Se advierte, más que una opción por la progresión, una opción decidida por la regresión: el apoyo mutuo (Kropotkin), la simbiosis, la protección social. Los hombres, desprotegidos bajo la égira del Capital, añoran tiempos mejores, las economías domésticas de Sismondi, la infancia perdida, la Comunidad primitiva, la protección materna, intrauterina y extrauterina. Pero si algo queda claro es la imposibilidad de hacer operativas las categorías axiológicas a las que cargamos de connotaciones positivas en un contexto estructural de modificación y cambio social. Y menos aún de sincronizarlas con las tendencias objetivas. 

Toda progresión lleva incluida su propia regresión. No se trata de escoger un menú con los ingredientes más apetitosos. Advertimos cómo  los grandes paradigmas siempre han sido antitéticos: libertad y seguridad, postulados básicos de los programas políticos del mundo moderno, se repelen como los dos polos positivos de un imán. Los eclecticismos: síntesis imaginarias elaboradas por mentes poco apegadas a la realidad, donde el espacio de lo puramente desiderativo anula y obstruye una percepción adecuada del mundo. Y por todos lados aparecen, lo queramos o no, los finales ideales de la historia, los acabamientos políticos, las eras estáticas de eterna dicha y felicidad[3] y, tras ellas, los mitos que acompañaron a la humanidad desde el principio de los tiempos y que en realidad nunca se han resistido a dejarla, una humanidad que sin el abrigo de los mitos se siente sola y a la deriva. 

Vemos mitos por doquier. Los defensores del orden actualmente existente se aferran al mito de la presencialidad, los idealistas, puesta su esperanza en nuevos órdenes venideros (el Principio Esperanza al que se refería Ernst Bloch), escudriñan en sus perfectos futuribles. ¿El Futuro?, ¿La Revolución Tecnológica?, parece que esos efectos sólo benefician a un ínfima parte de la humanidad, la que está interesada en si puede haber vida en Marte, en los Quásares, en la microinformática, en el Fax, en el Vídeo. Pero mientras los Mac Luhan y compañía hablan de una Aldea Global, una gigantesca masa humana tan sólo tiene un problema: cómo sobrevivir. Es como si existieran varias humanidades o si en esta aldea (aceptemos metafóricamente ese lenguaje) una pequeña urbanización de lujo estuviera rodeada de cientos de miles de hectáreas de chabolas donde ni por asomo se divisa la televisión o el ordenador (la electricidad no existe) ni el automóvil (tampoco existen las carreteras ni la gasolina).

Y el círculo se acaba de cerrar totalmente.  Las actitudes vitales, pesimistas u optimistas, poco pueden aportar si es que alguna vez su función haya sido aportar algo. Más bien, estas han sido el efecto de determinada época. El siglo XVIII y, sobre todo, el siglo XIX, fueron épocas dominadas por una fe en el progreso imparable de la razón hasta su culminación final. Los ideólogos, historiadores, científicos y filósofos  se pusieron manos a la obra. El optimismo generado por esa época en la que se desmanteló el viejo orden y puso los cimientos del nuevo no tenía precedentes en la historia. Los idearios socialistas ya empezaron a forjarse bajo la Revolución Francesa (Babeuf) y comenzaron a florecer a partir de la primera mitad del siglo XIX (los socialistas utópicos: Owen, Saint-Simon, Fourier,..). la historia no podía detenerse, ese era su imperativo,  y había de avanzar a toda costa. El barco de la historia tenía un rumbo fijado y definido nítidamente,  ya fuera hacia la libertad, ya fuera hacia el socialismo. 

Los intentos de capitán, mandos y oficiales por retrasar su punto de llegada o de ir marcha atrás sólo ponían de manifiesto la voluntad de las clases dominantes y gobernantes de impedir un colapso final ciertamente inevitable. Ahora, sin embargo, las cosas se ven de otro modo. En primer lugar, nada nos indica la existencia de un solo barco encaminado hacia una sola dirección. Mejor sería pensar en toda una flota con direcciones dispares, discordantes y ramificadas y con tiempos y velocidades muy distintos, asfixiando las altas velocidades a las velocidades estáticas y a las más bajas. 

En segundo lugar, tampoco queda muy claro que se divise un solo rumbo, un mismo destino y un solo punto de llegada. Y en medio un gran colapso entre fuerzas centrípetas y contra-fuerzas centrífugas marcando lineas direccionales imposibles de definir: asimilaciones, absorciones, integraciones, descomposiciones.  Verdaderamente cuesta trabajo pensar en una solución final, si es que realmente es aquí posible aplicar la dicotomía problema-solución, sobre todo teniendo en cuenta que en un contexto histórico dar una solución a un problema implica generar un problema distinto planteado sobre nuevos términos: las soluciones problematizan, y unos problemas pueden plantearse como la solución a otros aunque en distinto nivel.  Así es como transcurre la ciencia. Una ciencia agotada es aquella que da solución a todo de una vez por todas. Una ciencia en avance es aquella que es capaz de reconvertir las respuestas en nuevas preguntas.

Tomemos de nuevo el hilo de la cuestión desde lo que se planteaba al principio del artículo: los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. ¿Es solo una conclusión obtenida de la propia interpretación del mundo?, ¿o bien, acaso es solo un buen deseo? Marx va recogiendo su pensamiento a lo largo de su recorrido teórico. Entra en contacto con el materialismo a través de los filósofos griegos, en particular le impacta Epicuro, se adhiere a las tendencias filosóficas de la época, en concreto a Hegel, asimila el humanismo ateo de Feuerbach. En su exilio francés conoce a los primeros socialistas, contacta con Proudhon, de quien se distanciará más tarde. Engels le informaría simultáneamente sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra. Esta nueva clase fascina a Marx. Son los primeros oprimidos libres y en ellos encuentra un cuadro en blanco. La clase de los  trabajadores es una clase embrutecida por el trabajo, sus integrantes  son profundamente ignorantes pero, en virtud de esa misma ignorancia, se encuentran libres de los prejuicios ideológicos y religiosos de las restantes clases: campesinado, pequeña burguesía, intelectuales, siervos, etc.  No están ligados a la tierra ni a las tradiciones, es una clase sin historia, sin propiedades y sin pasado. 

Marx, consecuentemente, indaga sobre su génesis histórica. Como más tarde reconocería en su carta a Weydemeyer, fueron los historiadores franceses (Thierry, Guizot), y los economistas ingleses (Smith, Ricardo,) quienes le suministrarían su materia prima teórica en orden al conocimiento de la estructura y anatomía de la clase obrera, así como de la lucha de clases. Marx vuelve a retomar a Hegel, tiene contacto directo con las oleadas revolucionarias del 48 e inicia un estudio crítico y sistemático de la economía política. 

La conclusión de Marx, expresada en esa misma carta a Weydemeyer, es que su mayor aportación ha consistido en demostrar que la lucha de clases corresponde a un periodo histórico dado y que inevitablemente conduce a la dictadura del proletariado.  Marx habla de necesidad histórica, de tendencia unívoca y general. Más tarde, eso sí, circunscribiría esa tendencia exclusivamente al área de Europa Occidental, pero lo expresará en términos bastante sospechosos en el plano ideológico: fatalidad histórica, como si se tratara de un destino inevitable, de un futuro que está escrito, como si una confluencia astral fatal determinara un único sentido en la marcha de la historia.

Marx traza la existencia de dos clases definitivamente antagonistas: burguesía y proletariado. Pero, ¿Acaso no han sido también antagonistas la burguesía alemana respecto de la burguesía inglesa y norteamericana y éstas últimas respecto de la burguesía japonesa (las dos guerras mundiales acaecidas en este siglo no hacen más que confirmárnoslo)? No, se nos dirá, se trata de clases dominantes con un mismo interés de clase que, sin embargo, compiten por el mercado mundial, por los centros de extracción de materias primas (colonias) en un primer lugar y, finalmente, por el mercado mundial. 

Pero, ¿Acaso no han sabido plegar las citadas burguesías a unos unívocos intereses nacionales (el otro gran mito contemporáneo, el Estado-Nación)  al conjunto de las clases sociales de los respectivos países en su pugna por el sistema y el mercado mundial? 




               






[1] Lo que no significa que no pueda haber excéntricos como los hay en todos los campos. Al respecto, R. Dart narra cómo el paleoantropólogo Robert Broom se presentó para conocer el cráneo del niño de Taung: ...apareció de repente en mi laboratorio sin haber anunciado su visita, pasó de largo por mi lado y por el de mi equipo, se fue hasta el banco donde reposaba el cráneo y cayó de rodillas para adorar a nuestro antepasado. (Donald Johanson: El Primer Antepasado del Hombre. Pág. 41. Ed. Planeta, Madrid, 1987.).
[2]Baruch Spinoza: Tratado Teológico-Político. Págs. 142-143. Alianza Editorial, 1986, Madrid.
[3] La literatura, la novela, el teatro y el cine nos cuentan historias. No son historias completas, son trozos de historia. El final elegido siempre se presenta como el desenlace del conjunto de situaciones y personajes que confluyen en la narración. El género melodramático es el que más gusta al público: tras una serie de obstáculos, el héroe y la heroína los van sorteando hasta su beso o boda final. Pero si ese final feliz se traslada al comienzo de la historia, el público sabe por anticipado que ese es el principio de una serie de tragedias a las que inevitablemente se verán abocados los protagonistas. Si se hiciera una continuación de los cuentos infantiles felizmente acabados, o sea,  en boda, como la Cenicienta o Blancanieves, veríamos cómo versarían sobre conspiraciones palaciegas, retorno de villanos, infidelidades del príncipe, divorcio, problemas con los hijos, etc