Me llamó mucho la atención una noticia que tenía el
siguiente titular: India prohíbe los espectáculos de delfines y los declara personas no humanas justificando
la medida en que Los
cetáceos son, en líneas generales muy inteligentes y sensibles. Científicos que
han investigado el comportamiento de los delfines han sugerido que la
inusualmente alta inteligencia, en comparación con otros animales, significa
que los delfines se debe considerar como personas no humanas; y como tales
deben de tener sus derechos específicos. Es moralmente inaceptable mantenerlos
en cautiverio para fines de entretenimiento.
Antes que nada, aclarar que no es mi intención posicionarme ni a
favor o en contra de la medida adoptada por el gobierno indio. Aquí tenemos el
vicio de tomar partido sobre cualquier tema antes de proceder al examen y
análisis crítico de la noticia dejándonos llevar por nuestros instintos,
prejuicios y sentimientos de forma previa y acrítica.
Me resulta llamativa la figura de persona no humana referida a animales. En el mundo del derecho no es novedosa ni extraña la figura de persona no humana. Cualquier estudiante de primero sabe distinguir entre personas físicas y personas jurídicas, e incluso de personas jurídicas no integradas por personas físicas, como las fundaciones, masas patrimoniales adscritas a un fin. Pero nos estamos anticipando.
El concepto persona tiene su propia historia y no procede del mundo del derecho sino del teatro grecorromano. Los griegos entendieron el teatro, mas que como una simulación literaria, como la escenificación de una lucha contra el destino. Máscara significaba persona, de per sonae, lo que permitía atravesar el sonido, literalmente. Algo bastante curioso puesto que se trataba precisamente del artefacto que permitía al actor ocultar su personalidad creando al mismo tiempo la del personaje. La personalidad teatral será, por tanto, la proyectada a través de la máscara.
En el mundo romano la persona salta del teatro al derecho revistiendo unas connotaciones formalistas que guardan cierta similitud con el mundo teatral. Conceptos como actor, sujeto o acción delimitan una esfera de intervención del ciudadano, que no individuo en los ámbitos de lo público y de lo privado. No todos son sujetos ni personas. Los esclavos, en tanto que cosas, no pueden serlo. La identidad humano=persona excluye a un inmenso grupo de los primeros y la personación en un caso implica delegación y otorgamiento de poderes a terceros, es transferible.
La declaración del Gobierno Indio parece muy acorde con ciertas tendencias occidentales ligadas al llamado especismo, mas concretamente, con movimientos que tienen una fuerte carga antropocéntrica y humanizadora como el Proyecto gran simio que igualmente busca el reconocimiento como personas de orangutanes, gorilas, bonobos y chimpancés. Sin embargo, no olvidemos que se trata de Oriente y de una cultura en cuya concepción del hombre y la naturaleza no existe la brecha cartesiana y en la que la cadena del ser aristotélica se considera extraña tratándose de un universo en el que todos están unidos como elementos de un todo.
Por otro lado, como complemento paradójico a lo dicho en el párrafo anterior, los mas críticos han destacado el sistema de castas de la India que, aunque legalmente abolido, sigue de facto vigente en amplias zonas del país, lo que vendría a implicar que bajo tan estricto sistema de estratificación social no resulta demasiado coherente aludir a la personalidad en sentido humano propiamente dicho.
En cualquier caso, el especismo (antiespecismo es el término correcto) no deja de ser un brindis al Sol. Cuando me hablan de los derechos de los animales inmediatamente me siento obligado a corregir: "la protección que dispensamos a ciertos animales, querrás decir". La personalidad es un atributo tan humano como el lenguaje articulado, la esfera de derechos atribuidos a la persona son posibilidades efectivas de activarlos y tanto los delfínidos como los simios antropoides nunca dejarán de ser meros sujetos pasivos sujetos a tutela bajo la perspectiva de nuestro mundo antropomórfico. Son inteligentes, es cierto, son sensibles y viven inmersos en una colectividad en la que estrechan fuertes vínculos sociales y lazos afectivos, pero ni son humanos ni humanizables. Nos sentimos reflejados en ellos, de ahí nuestra empatía, pero ellos no son nosotros. Desde un punto de vista puramente egoísta sería mucho mas urgente la defensa de las abejas como agentes polinizadores necesarios para la agricultura y, por ende, nuestra propia supervivencia, pero su protección no tiene por qué implicar su personalización jurídica
Recuerdo que, en una visita al delfinario de la Casa de Campo con
mi familia, lo que más me llamó la atención no fue el espectáculo de los delfines,
con toda su parafernalia de domadores, de saltos y piruetas inducidos por
métodos conductistas (los domadores tenían muy a mano los oportunos
arenques para premiar sus malabarismos), nada de eso me impresionó lo más
mínimo. Sin embargo, lo que si me llamó la atención fue algo que presencié
bastante antes de que comenzara el espectáculo, sin domadores ni adiestradores
delante, vi y tomé con la videocámara, como, espontáneamente, un joven delfín
arrojaba al aire una piedrecita, la recogía con la boca y nuevamente la lanzaba
hacia arriba, exactamente igual que un niño con una pelota. Movido por el mero
placer de su ejercicio, reforzaba el perfeccionamiento de sus pautas motoras.
Los delfinarios, en eso concuerdo plenamente, como los circos que
usan animales, son espacios lamentables en los que se muestran animales adiestrados
y maltratados como objeto de diversión: leones que no son leones, delfines que
no son delfines, orcas que no son orcas. Deberían prohibirse, aunque dejando
aparte disquisiciones sobre su personalidad, que sí que la tienen, y por eso lo
hacen de forma voluntaria, los domadores, trapecistas, etc.
El caso es que los delfines nos caen bien. Los encontramos simpáticos, juguetones y sonrientes. No es que sonrían realmente, es que la forma de sus bocas las leemos como sonrisas; son las jugarretas que nos suele gastar nuestro cerebro, al que incluso puede invadir un sentimiento de ternura la foto de una tarántula, como la que tenéis a la derecha, con sus ojos grandes y cara peluda, a la que podríamos identificar fácilmente con un simpático peluche de los que aparecían en los teleñecos. Paradojas de nuestra mente proyectiva
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