En cierto modo, estamos en una época de finales.
Arnold Hauser se pregunta con cierta inquietud ¿Estamos ante el fin del
Arte?.[1] Y
vemos que la Historia del Arte de los últimos cien años ha sido la historia de
un suicidio: de matar la música se encargó la escuela dodecafónica de
Schoenberg, Webern y Alban Berg, por un lado y Stravinski y Bártok por otro, de
la pintura se encargarían impresionistas y post-impresionistas Van Gogh,
Picasso, Chagall, Matisse, Kandinsky, a la arquitectura artística sucede la
arquitectura funcional. No solo en el campo del arte, también se apunta a un
suicidio en el campo de la filosofía: Heidegger, Kierkegaard, Sartre, y de la
literatura. Los sucesores de Bach, Händel, Mozart, Beethoven, Schubert,
Brahms han muerto, los sucesores de
Tiziano, Botticcelli, Velázquez y Goya han desaparecido por completo. Nuestro
siglo XX se ha encomendado la tarea de cerrar y poner fin a ese proceso que se
abrió en la Italia del Trecento. Pareciera como si la sociedad tecnológica
surgida de la llamada Tercera Revolución Industrial fuese incompatible
con la producción puramente artística, como si el proceso que en sus comienzos
generó al artista como creador de representaciones y transmisor de emociones
mediante el goce estético hubiera de culminar irremisiblemente.
La estructura de la mercancía ha acabado por fin imponiendo
su lógica implacable. Se ha apoderado por completo de todos los dominios de la
actividad y realidad humana. La moderna sociedad capitalista industrial, por
otra parte, ya ha puesto en marcha unos gigantescos sistemas de supeditación de
las zonas de actividad lúdica y los ámbitos de percepción del placer estético a
las estructuras del consumo organizado que ha acabado deglutiéndolo todo por
completo. Se ha sumido y a su vez incorporado el abanico de las formas de
percibir, emocionarse y sentir a un meta-sistema de significaciones y
representaciones. Tecnología y espectáculo devoran el principio del placer para
incorporarlo a productos fabricados de consumo rápido, de usar y tirar
como las cuchillas de afeitar, los envases no retornables y la ropa que deja de
estar de moda. Fabrican cantantes Rock violentos y convulsivos o cantantes
románticos cuyas tonadillas tienen la misma duración y estructura argumental de
un orgasmo[2] y su duración viene a ser la misma de la de
un cigarrillo o de un tanque de cerveza. Todo este género de producciones
seudo-estéticas, supeditadas como lo están a los engranajes de la producción y
el consumo a escala industrial, se incorporan a un complejo sistema de consumo
inducido que parte de un perfecto conocimiento de las pulsiones emocionales del
individuo y de sus niveles de secreción hormonal, sirviendo directamente como
catalizadores. Es a ese género musical al que hace referencia Umberto Eco con
el nombre de música gastronómica[3], aunque también hubieran cabido otro género
de calificativos, alusivos igualmente a ese género de artículos de consumo que
se incorporan como sucedáneos de una necesidad: productos manufacturados a los
que podríamos llamar música basura (por analogía a la comida-basura de las
gigantescas cadenas de hamburgueserías norteamericanas o a los programas de
tele-basura). Se trataría de un subproducto mas de la era tecnológica, o bien,
de un claro exponente de como repercute la tecnología en la destrucción del
arte. Los cantantes melódicos pop suplen su escasa voz y su inexistente
educación musical con gigantescos equipos de megafonía. El micrófono es el gran
aliado del cantante pop. Su producción está ligada directamente a la grabación,
es decir, al mercado discográfico.
Las antiguas artes plásticas han sido
sustituidas por el diseño publicitario como sistema de transmisión de señales y
signos (Toulouse-Lautrec fue en cierto modo un precursor y el mediocre Andy
Warholl un seguidor) Mientras que
quienes a sí mismos se asignan el papel de sucesores del arte clásico se
encajonan junto a ínfimas elites para proseguir con un suicidio ya consumado.
Compositores como Stockhausen se encierran con sus aparatos electrónicos para
fabricar ruido, otros ya no saben que hacer, si ponerse a saltar encima de los
pianos o arrancar las cuerdas a los violines, otros, como Penderecki, que en su
Elegía dedicada a las víctimas de Hiroshima imita el sonido de un avión, de una
bomba al caer por el aire y del impacto de la bomba atómica, como si la función
de la música fuera la de repetir o
reproducir los sonidos reales[4], música concreta, música aleatoria y
estocástica, todo un paseo hacia la nada, pintores como Miró que dibujan
puntos, rayas y redondeles de colores chillones con una escoba, otros como
Tapies cuya obra es un alarde a la excentricidad, otros que arrojan al lienzo
plastas de pintura para ver como queda, y hasta los que usan para pintar mierda
de elefante. Los vanguardistas son el aislamiento de si mismos, rodeados como
están de reducidos grupos de snobs que compiten entre sí por la
estulticia. Comercio, fetichismo de la mercancía, fetichismo de la obra de arte
se comen entre sí (los buitres que rodearon a Dalí durante sus últimos años son
todo un exponente). La arquitectura, la pintura, la escultura y la música como
artes han muerto. A los excéntricos vanguardistas tan sólo les queda rebañar en
la carroña de un cadáver en franca descomposición. Un callejón sin salida al
que nos ha abocado irremisiblemente la llamada sociedad post-industrial, un
sistema que ha suplido y suplantado funciones por doquier, que ha transferido
el compendio de significaciones y emotividades humanas a la estructura de la
mercancía sociedad El paradigma del arte de nuestra era yo lo
situaría en el campo del spot publicitario y del diseño industrial.
Hablando del caso de la pintura, podemos decir que
desde que se inventó la fotografía su funcionalidad se ha ido desplazando
paulatinamente. El realismo que comenzaron a desarrollar los pintores
renacentistas, ya desde que se iniciara en Toscana el uso de la perspectiva, en
sustitución de la iconografía y la simbología características del arte
medieval, y que, de uno u otro modo, ha
acaparado las distintas escuelas pictóricas desde el siglo XV hasta el siglo
XIX, había unido en una síntesis indisoluble el elemento funcional y el
elemento artístico. En todo caso, no podemos considerar el retratismo como un
antecedente de la fotografía por muy similares que fueran las funciones que
cumplía. La fotografía desplazó el arte pictórico funcional o los elementos
funcionales del arte pictórico, generando una dispersión de escuelas buscadoras
del arte puro que ha llegado hasta nuestros días. Aunque para ser justos, no se
le puede negar a la fotografía sus posibilidades artísticas y estéticas. La
misma búsqueda de un encuadre adecuado, del tipo de iluminación así como de la
expresión transfieren la sensibilidad del fotógrafo al objeto captado. El
realismo, hablando con propiedad, nunca ha sido tal realismo. Desde el mismo
momento en que el ojo del pintor se sitúa en un único punto al que convergen
todos los objetos como si del centro del mundo se tratara, lo que se está
transcribiendo es la información, percibida o escogida, desde un único ángulo
del espacio. Las primeras vanguardias, conscientes de que la tecnología era
capaz de desplazar el realismo y el detallismo, tratarán de volcar la función
del arte. La variable del impresionismo denominada puntillismo (Seurat, Signac)
descubre la relación directa entre arte y estructuras de la percepción y en esa
dirección encomienda al sujeto perceptor la tarea de terminar la obra de arte.
Hizo que los puntos de colores puros distribuidos por el lienzo se mezclaran en
la retina del espectador, que el mismo ojo se encargara de mezclar los colores,
que las formas lejanas ligeramente apuntadas fueran intuidas. Si el
impresionismo explota las posibilidades artísticas en el plano subjetivo, otros
pintores dirigirán su obra hacia lo extrasensorial, hacia el plano objetivo
propiamente dicho. Se lucha contra el imperio de las formas, incluso para
desviar las posibilidades expresivas del arte pictórico a costa de jugar con
los colores
En cierto modo, se han visto cumplidos los
pronósticos de Marx y de los utópicos sobre la incorporación de los dominios de
lo político y de la creación literaria, artística y estética al mundo de la
economía y de lo utilitario. Vuelve la
síntesis utilidad funcional/ utilidad estética que caracterizaba al mundo
antiguo: la vasija, el plato, el jarrón y el puñal decorados y pintados con
motivos estéticos característicos del arte neolítico (quién dice que no es
artístico y funcional a un mismo tiempo el fresco románico con el que los
artistas medievales decoraban sus iglesias?) Los podemos encontrar de nuevo en
el campo del diseño industrial: los automóviles último modelo, con las formas
redondeadas alternándose con las formas cuadradas, las pasarelas de la alta
costura, etc. Eso en cuanto a sus
caracteres formales. Pero hay más. Las palabras artesano y artista tienen la
misma raíz etimológica, incluso una serie de connotaciones comunes, pues una y
otra aluden igualmente al esfuerzo y a la destreza manual, al pulso, a la
creatividad y al sentido de las proporciones. Se considera un tramposo al
copista, al pintor que en lugar de dibujar un paisaje o un retrato frente a
frente se limita a capturar la imagen con una cámara fotográfica y a proyectar
la diapositiva sobre el lienzo para marcar los trazos. Y no hablemos de quienes
se valen de sofisticados programas informáticos para generar su arte.
A la par de la invención de los relojes con
un mecanismo de cuerda se inventaban las cajitas de música y las pianolas. Los
antiguos no otorgaban ningún valor artístico a tales reproducciones: la
reproducción de una melodía de forma uniforme y mecánica, desprovista de
intensidades y de emoción. Cuando se valora la interpretación de un pianista,
incluso la de un cantante de ópera, se separan dos aspectos: el técnico y el
expresivo. Se suele decir que este cantante domina la técnica a la perfección,
pero es frío como un témpano. También se alude a un concepto parecido en el
mundo del flamenco y del cante jondo cuando se dice que este cantaor
tiene duende. La capacidad del arte de imprimir y transmitir la emoción
humana es lo que se hecha de menos en la máquina. El virtuoso convierte el
violín o el piano en una prolongación de su alma, instrumentos que en sus
manos no solo se limitan a despedir
frías notas, sino unas vibraciones que
sobrecogen al receptor, le hacen descargar adrenalina, le erizan el vello, le
estimulan la secreción de las glándulas lacrimales y que al final lo pone en
pié y lo hace aplaudir hasta la
extenuación. El artista es, en el fondo, un comunicador que se vale de un
artilugio para transmitir y transferir su sensibilidad. El lenguaje artístico
es un lenguaje analógico, expresa en formas y en representaciones plásticas y
sonoras aquello que no es posible codificar en el lenguaje hablado o escrito.
Por dicha razón el arte no puede ser descriptivo sino emotivo. No habla ni
trata sobre las sensaciones porque lo que hace es transmitir dichas
sensaciones.
Se suele apuntar a la tecno-ciencia como a la gran
causante del fin del arte. No lo veo de
ese modo. Como hemos visto más arriba a propósito de la relación entre
fotografía y pintura, la primera reacción de las escuelas artísticas fue la de
liberarse de la representación óptica de la realidad. Picasso decía: “Yo
pinto los objetos como los pienso, no como los veo”, y Braque, que “los
sentidos deforman, el espíritu forma”. Se consumó la desfuncionalización
del arte pictórico, y sucedió algo realmente extraño. La música, cuyo lenguaje
y estructura no está ligado en modo alguno a la representación y evocación de
objetos situados espacialmente como sucede con la pintura y que había
desarrollado un lenguaje distinto, en un extraño movimiento de imitación,
siguió a las escuelas pictóricas. Claude Debussy creó su propia escuela musical
impresionista, seguido por Fauré y Ravel en Francia y por Turina aquí en
España. Debussy intenta fabricar a toda costa una música pictórica y
descriptiva, quiere pintar musicalmente El Mar, el agua, la siesta de un fauno
y el martirio de San Sebastián.
El fenómeno descrito está más ligado a la estructura
del capital y de la mercancía que a la tecno ciencia propiamente dicha o, expresado
en otros términos, a la tecno-ciencia como estructura generada, incorporada y
sometida a la lógica del capital y de la mercancía. Se le suele atribuir a la
burguesía un papel histórico decisivo en la configuración del arte como tal.
Desde el humanismo renacentista hasta el romanticismo del diecinueve vemos como
ha nacido el arte como esfera propia, como ha surgido toda una legión de
grandes músicos, pintores, escultores y literatos. Toda una Revolución en la
estética donde cientos de campos de creación y producción artística se
expandieron en un proceso que no ha conocido más precedente que el de la
antigüedad clásica. El arte fue durante
todo ese periodo una contínua búsqueda de la expresión, una exploración
obsesiva de las nuevas posibilidades de
manifestación artística. A las épocas y a los periodos se sucedían los estilos.
La época actual, con su despliegue masivo de las
telecomunicaciones, debía, por lógica, ser una época de transmisión y difusión
sin precedentes de los contenidos comunicativos y estéticos de la obra de
arte. Para los antiguos el acceso a la
pintura y a la música estaba restringido a los museos y a las salas de
conciertos. Hoy día el público puede ver y escuchar desde su propia casa sin
necesidad de realizar desplazamientos complementarios. Sin necesidad de ir al
Museo del Louvre de Paris se puede contemplar La Gioconda, la Venus de Milo o
la Victoria de Samotracia, sin necesidad de acudir a los festivales de Bayreuth
se puede escuchar, ver y oír la Tetralogía de Wagner, tampoco es necesario
presenciar los festivales de Salzburgo para escuchar a Mozart. Sin embargo, el
proceso ha sido inverso.
La primera gran variación que introduce la época
moderna en cuanto a la producción y reproducción de artistas es la que se
refiere a la variación de las instituciones bajo las que fueron acogidos: de
las formas semi-feudales renacentistas caracterizadas por la institución de la
servidumbre y el mecenazgo, a la
mercantilización directa de su actividad mediante el sistema de compra de obras
por encargo hasta la emancipación en precario del artista mediante la bohemia,
como formas más características de los últimos siglos, se ha llegado a una
etapa de industrialización del arte. Los artistas que en un comienzo fueron
vasallos de los reyes y los papas cuando no estaban ligados directamente a la
institución del mecenazgo (Miguel Ángel fue siervo y súbdito del papa Sixto,
Bach fue organista en Mühlhausen y en Weimar, maestro de capilla de del príncipe
Leopoldo de Köthen, Mozart trabajó al servicio del príncipe arzobispo Colloredo
y del emperador José II de Austria, Velázquez y Goya fueron pintores de la Casa
Real Española, el primero de los Austrias, el segundo de los Borbones)
adquieren autonomía como profesionales independientes.
Unos para sobrevivir
tuvieron que hacer obras por encargo al gusto de la corte o de la época, de
baja calidad y muchas veces firmadas bajo seudónimo, mientras componían lo que
les dictaba su propia inspiración. Otros se buscaban sus mecenas, príncipes y
aristócratas ilustrados, de los que los más espabilados, como Richard Wagner,
que al mismo tiempo que satisfacía y complacía con sus obras la megalomanía de
Luis II de Baviera supo sacarle bien los cuartos, y los más resolutivos y celosos por un arte
incontaminado crearon el modelo del artista bohemio, muy propio del mundo
parisino de fines del XIX y comienzos del XX.
La industrialización del arte es un fenómeno
exclusivamente de actualidad. Se concibe la industrialización del arte como una
mercantilización del mismo a todos los niveles de producción, distribución y
consumo donde los grandes medios de comunicación de masas desempeñan una
función decisiva. Desde el mismo momento en que el arte se mercantiliza se
niega a sí mismo como tal arte para pasar a estructurarse como una forma más
del sistema de señales, significaciones o signos que integran el diseño
organizado del consumo. Por tal motivo no parece muy apropiado hablar de
industrialización del arte en la medida en que el objeto que se produce bajo
las técnicas industriales y mercantiles a gran escala deja de ser un objeto
artístico propiamente dicho, sino una producción de contenidos sensitivos y
calidad mediocre destinada a su consumo inmediato so riesgo de caducidad del
producto.
Ya no se trata de transmitir ni de indagar sobre las posibilidades
expresivas del arte entendido como metalenguaje de origen analógico. Lo que se
produce es, por el contrario, una mercancía que, como otra cualquiera, está
destinada a su revalorización en el mercado, sujeta en todo momento a la lógica del beneficio empresarial.
Imaginemos que lo que se lanza al mercado es un cantante pop. Antes de lanzarlo
se hace una prospección de mercado así como de sus posibilidades de venta, es
decir, del público destinatario de su música en un sistema donde se
estructura a la población consumidora por edades, sexo y extracción social. El
sistema de producción, distribución y lanzamiento está ya predeterminado por el
carácter efímero de la mercancía cuyo ciclo puede ser estacional, anual o
quinquenal. La configuración misma del cantante es ya de por sí producto de un
estudio previo de mercado. En realidad no hay artista ni creador sino un factor
a donde confluyen un conjunto de elementos organizados, como las técnicas de
lanzamiento comercial y publicitario, las firmas discográficas, los medios de
difusión y los sistemas de puesta en escena.
La mercancía, para adquirir un
alto grado de difusión, no puede ser excesivamente sofisticada ni ha de dejar
margen alguno al público para su elaboración. Ha de ser sencilla, corta y fácil
de asimilar y digerir pero, al mismo tiempo, ha de saber suscitar en el público
los instintos, pulsiones y sensaciones más primarios, estimular al máximo la
secreción de los sistemas de haces hormonales. No se exige un especial talento
artístico a los llamados cantantes o conjuntos de música ligera, que en
realidad no tienen porqué saber cantar, siendo, en su mayoría, auténticos
analfabetos musicales: no han pasado en
su vida por el conservatorio, desconocen totalmente las técnicas de canto, no
usan la laringe para modular el sonido, tan solo la cavidad bucal, todo lo más
que pueden hacer es cantar en falsete, exactamente igual a como lo pudiera
hacer cualquiera de nosotros, que cantamos bajo la ducha y en las fiestas de
cumpleaños.
No es casual que en los llamados karaokes no se disponga la
gente a interpretar arias de ópera del tipo de Recóndita armonía, Ella mi fu
rapita, Nacqui all´affanno o Wild durchsweift´ ich. Sin embargo, cierto cantante de música ligera
(no merece la pena decir su nombre) tuvo la osadía de componer y cantar
una tonadilla partiendo de una melodía
del final de la Sinfonía Coral de Beethoven basada en textos de la Oda a la
Alegría de Schiller. Todo un despropósito. Si se plagia una obra de arte se
debería hacer en su totalidad y no sobre la base de una de sus melodías. Pero
parece ser que el escaso talento de dichos artistas no da para más. El
final, el Allegro ma non Troppo de la 9ª Sinfonía, un solo movimiento de
la obra, con sus más de veinte minutos de duración, está dotado de una
arquitectura musical perfectamente estructurada en torno a la que giran una
variedad de motivos argumentales de los que el llamado Himno a la Alegría
es solo una parte. Los autores de música ligera, incapaces de reproducir la
construcción de una sólida composición musical, se limitan a rumiar pequeñas y
pegadizas melodías aptas para ser digeridas por un público consumista. Se trata
de generar estados organizados de éxtasis y delirio colectivo en un público
juvenil, maleable y fácil de manipular.
El mecenazgo clásico, ligado a las necesidades de
poder y prestigio de la Corte y alta aristocracia, generaba un marco propicio
de realización y expresión del artista. A la par que suplía sus necesidades
económicas no ponía otros límites que no fueran los gustos y caprichos del
mecenas, lo cual intervenía como un condicionante relativo, pues el artista
podía complacer los gustos cortesanos y al mismo tiempo desarrollar sus
posibilidades de expresión.
Sin embargo, la nueva estructura del consumo no
interviene como condicionante propiamente dicho sino como agente generador de
la producción ideológica. No se trata en este caso de complacer el gusto, el
prestigio y el lujo de una corte sino de producir una mercancía a gran escala
que revierta en pingues beneficios. Su valor de cambio prevalece sobre su valor
de uso y de ahí el carácter necesariamente efímero de una mercancía que por un
lado ha de ser capaz de satisfacer temporalmente a unas multitudes y por otro,
tras agotar su ciclo, ha de estar lista para su recambio. Son productos
elaborados para ser consumidos en un tiempo
determinado, con fecha de caducidad, pues de lo contrario se vuelven
rancios. No hay que ver más que la estética de los años sesenta. Para el
espectador de hoy todo ha quedado rancio y envejecido.
El mismo fenómeno puede interpretarse desde puntos de
vista diferentes, como un resultado de la época presente caracterizada por una
sucesión de cambios vertiginosos en lo tecnológico que impregna todos los
aspectos de la vida cotidiana y todas las producciones sociales, o bien como
una consecuencia directa de un sistema económico que necesita acumular y
producir por encima de sus posibilidades efectivas. Este segundo punto de vista,
al ser más amplio, engloba al primero, dado que el desarrollo tecnológico y la
Revolución científico-técnica se debe concebir como una consecuencia directa de
la super-producción, del abaratamiento de costes por imperativo de la
competencia, de la tendencia a la baja de la tasa de ganancia. La
super-producción imprime su impronta al mundo del consumo, y en cierto modo le
transfiere su velocidad de marcha.
Pero existe un problema añadido. Mientras la
producción se nos presenta como un factor contínuo, acumulativo y sin límites
hipotéticos, el consumo no tiene por qué acumularse, y tiende, por lógica, a su
propia reproducción simple. Se halla, en definitiva, físicamente limitado. El mundo de la producción ha de ocupar de
alguna manera el mundo del consumo, ha de trasladarle su velocidad de
crecimiento. Lo efímero, los productos dotados de fecha de caducidad, han de
encadenarse a un proceso capaz de compatibilizar la tendencia a la reproducción
simple relativamente acumulativa del mundo del consumo con el aspecto contínuo,
en principio ilimitado y sustancialmente acumulativo que impera en el mundo de
la producción. El llamado mundo de la moda y del diseño industrial se puede
considerar como la traducción a la esfera del consumo de los imperativos
propios de la dinámica de la producción capitalista.
El sistema de producción característico de esta época
se ha convertido en un factor decisivo cara a aglutinar en torno a sí mismo
casi todas las facetas de la vida social, inclusive aquellas que surgieron con
una esfera de autonomía propia. En realidad lo que ha sucedido no es que se
haya asimilado la producción artística. Como hemos visto, no existe relación de
continuidad entre el llamado arte clásico y las creaciones surgidas bajo el
manto de los grandes medios de comunicación de masas.
El arte clásico se ha extinguido desde el mismo
momento en que ha chocado de frente con el vanguardismo, abocando a un proceso
paulatino de auto-destrucción y pérdida de Identidad que está culminando
irremediablemente en su muerte física. Lo que se ha producido bajo el
capitalismo post-industrial ha sido la construcción en torno a sí de su propia
esfera de producción ideológica, mediada directamente por los cánones que
impone la super-producción en cadena. Este tipo de producciones carece de
historia. Cualquier intento de establecer un nexo de continuidad causal con
creaciones previas es nadar en el vacío, por otro lado, el arte tecnológico por
excelencia, la cinematografía, solo podía surgir en el presente siglo
Se intenta
desesperadamente buscar un precedente cultural africano en la música rock, pero
quien compare seriamente las síncopas de una tribu africana con las de un
moderno conjunto rock advertirá que nada tienen que ver entre sí. Verá que el
ritmo frenético y compulsivo de los actuales conjuntos rock tienen más relación
con el modo de vida neurotizado de la juventud urbana de las modernas
sociedades industriales que con la estructura social de las tribus del África
Ecuatorial, y que este tipo de música reproduce la percepción empírica de un
tiempo que marcha a una velocidad desbocada como factor predominante de las
sociedades urbanas post-industriales.
Por último, a título de reflexión, quisiera plantear
una terrible duda que, en relación a la producción artística, me ha asaltado
últimamente. Se refiere a la relación
entre el arte y la represión. El psicoanálisis nos describe los procesos
psíquicos de sublimación del instinto. El reprimido compensa esa represión con
la sublimación, se hace creativo a fin de cuentas. La sobredosis
cultural-represiva tendría efectos creativos en el plano de la producción
artística. Pero la Historia ha conocido periodos de gran represión
caracterizados por una nula capacidad creativa y periodos de más libertad
caracterizados por un despegue creativo artístico y científico sin parangón.
A título paradigmático podemos
servirnos del caso griego. Las dos ciudades-estado griegas contemporáneas y
rivales, la Atenas y Esparta del siglo V a.c.. La militarista y oligárquica
Esparta no ha dejado nada al acerbo cultural de la humanidad. Las excavaciones
atestiguan el enorme contraste entre el arte ateniense y la pobreza espartana,
cuatro paredes en las que vivir y unos pocos objetos, nada en comparación con
la ciudad-estado rival contemporánea, Atenas, dotada de un sistema democrático
que, por su profundidad, aún hoy asombra a los tratadistas de ciencia política.
El caso de Atenas y del Renacimiento (en comparación con el medievo) pone en
entredicho la apreciación psicoanalítica. Sin embargo, a la luz de la época
contemporánea, es posible revalidar de nuevo la tesis freudiana.
De momento, me abstendré de sentar conclusiones, tendré que reprimir esa tendencia patológica a racionalizarlo todo heredada, en cierto modo, del espíritu cabalista de orientación marxista-spinozista en el que he basado mi auto-formación teórica. Me limitaré tan solo a dejar la cuestión aquí planteada.
De momento, me abstendré de sentar conclusiones, tendré que reprimir esa tendencia patológica a racionalizarlo todo heredada, en cierto modo, del espíritu cabalista de orientación marxista-spinozista en el que he basado mi auto-formación teórica. Me limitaré tan solo a dejar la cuestión aquí planteada.
[1]Arnold Hauser. Sociología del arte. 5. ¿Estamos ante el
fin del arte? Editorial Labor, 1977, Madrid.
[2]Aunque nada se ha estudiado sobre el asunto, no creo
que sea un disparate la hipótesis. Los cantantes románticos de quienes se
enamoran las quinceañeras usan a la perfección los resortes que aseguran la
secreción hormonal estimulantes eróticos. Si se introdujera una de esas
canciones en un electroograma daría el siguiente resultado: partiendo de un
punto muerte el comienzo es siempre suave y relajado hasta que se inicia un
crescendo circular y convulsivo que finaliza con el clímax, la parte más
excitante. Se ve reproducido un orgasmo
virtual que induce al receptor a realizar una descarga de estrógenos
[3]Umberto Eco: Apocalípticos e integrados. Editorial
Lumen, Barcelona, 1999
[4]La música en muchas ocasiones ha pretendido
constituirse como un lenguaje evocativo. La Pastoral de Beethoven intenta
evocar la naturaleza con su placidez y su violencia a un mismo tiempo. Los
poemas sinfónicos de Smetana incluidos bajo el título Ma Vlast (Mi Patria)
forman también parte de este género, narrando musicalmente desde la historia de
un río, el Moldava, con su nacimiento, rápidos y majestuosa desembocadura,
hasta una historia de amor extraída de una leyenda popular checa (Sarka). Lo
que hace Disney con su obra Fantasía, por otra parte, es negar la
fantasía y la imaginación precisamente, y
desvirtuando por completo el lenguaje musical establece un sistema de
asociación entre música e imágenes limitativo y
coartante. Con el mismo argumento musical se podrían haber realizado mil
millones de fantasías de animación
distintas a las que se ha circinscrito. De Beethoven se cuenta una
anécdota a propósito de una sonata suya que acababa de interpretar al piano.
Cuando alguien del público le preguntó que significaba dicha pieza, sin mediar
palabra se sentó nuevamente al piano y a continuación volvió a tocar la misma
sonata. El problema de la traslación estética está a la orden del día. Las
tentativas de llevar la novela al cine casi siempre abocan al más rotundo de
los fracasos. El problema de fondo radica en la posición del receptor, y es que
un lector no es un espectador. El lector aporta activamente su imaginación a la
descripción de los personajes y al encuadre de las escenas. El receptor de la
cinematografía, por el contrario, es un sujeto más bien pasivo (absolutamente
pasivo en el cine norteamericano), y es que un dibujo no vale más que mil
palabras, en absoluto. El cine será siempre bidimensional, sus juegos de luces
y sombras y sus encuadres serán
siempre esquemáticos y encasillantes, los personajes aportados(sobre todo si
son actores del Star System) perderán en el camino la multiplicidad de matices que
tienen los personajes dibujados en la novela y en cuya configuración, al igual
que con los cuadros impresionistas, ha participado activamente el lector.
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