No todas las preguntas que nos
hacemos encuentran una respuesta adecuada en el plano de la ciencia, menos aún
en aquellos casos en que la misma estructura de la pregunta supone una
inducción a cierto tipo de respuesta. Cuando me encuentro con un creyente
siempre me sale con la misma cuestión “¿Quién creó entonces el Universo y al
hombre?”. Es esta una pregunta capciosa
donde las haya que incluye en las premisas de sus enunciados los presupuestos sobre los que se pretende
articular la posible respuesta, implicando que un agente personal, un “sujeto”
ha “creado”. Obviamente a ese mismo creyente ante un terremoto no se le ocurre
preguntarse sobre quien ha podido ser su causante, a menos que crea que en las
entrañas de la Tierra se esconde un gigante que cuando bosteza hace temblar la
tierra. Por eso verá más lógica la explicación basada en la tectónica de
placas.
Con la pregunta de marras, el sujeto y la acción están manipulados, tanto el “quién” como el “creó” contienen el juicio previo del agente personal (pues en otro caso se hubiera preguntado por el “qué” o por el “cómo”) y la acción que ejecuta (pues en otro caso hubiera puesto otro verbo distinto como “ocurrió” o “se produjo”). El hidrógeno lo genera el choque de dos partículas de helio. La otra pregunta proyectiva es “¿qué sentido tiene el que estemos aquí?”. Podemos desligar el concepto sentido de connotaciones antropomórficas, desligarlo de los principios de utilidad y de satisfacción. La praxis humana carga de sentido tanto los objetos: sillas para sentarse, vasos para beber, bombillas para iluminar, camas para dormir, etc como las acciones: trabajar para vivir, casarse para fundar una familia, estudiar para prepararse unas oposiciones, etc. Fuera de nuestro ámbito y espacio de actividad, las cosas carecen de sentido; no tiene ningún sentido (moral) ni el magnetismo ni el calor ni la gravitación, ni el choque de partículas, son estas más bien propiedades que combinadas provocan ciertos efectos. El sol no “sirve” para dotar a la vida de energía porque el sol se generó mucho antes de que se formara la Tierra y por tanto la vida, dicho de otro modo o conforme a la percepción teleológica, el sol antes de la formación de la Tierra no tenía sentido, como tampoco lo tiene para Júpiter o Urano, planetas donde no existe la vida. La naturaleza física, que en un momento determinado se combinó originando la vida, no es proyectiva, nunca lo ha sido, su actividad ha generado condiciones pero esas condiciones no pueden deducirse de su actividad.
Obviamente, la ciencia no encuentra
respuesta a ese tipo de cuestiones de orden
metafísico, en cambio las religiones sí. Cuando alguien se pregunta por
el sentido de la vida tiene a mano todo un arsenal en las grandes religiones.
La inmortalidad del alma, la reencarnación, la salvación, la resurrección de
los muertos o la llegada del Mesías han sido los consuelos más socorridos ante
el hecho cierto de la muerte. La
humanidad, desde que adquirió consciencia del futuro individual, ya en los
albores de homo sapiens, se ha sumido en una de sus mayores tragedias, la de su
destino individual, y ante lo que nunca
se ha querido resignar ha buscado y encontrado respuestas.
Cuando, desde pequeño, criaba
gusanos de seda, que nacían a mediados de marzo, veía como las orugas ocupaban
todo su tiempo en comer hojas de morera hasta que llegaba el momento de
confeccionar el capullo. Del capullo salían las mariposas y a los pocos días se
acoplaban machos y hembras. Finalizado el acoplamiento, las hembras depositaban
los huevos sobre las paredes de la caja de cartón. A los pocos días empezaban a
morir una tras otra. Fué cuando realmente descubrí cual era el sentido de la
vida por el que se han preguntado tantos teólogos, filósofos y poetas a lo
largo de los tiempos. El sentido de la vida no era otro que el de reproducirse
a sí misma. La oruga es un gran aparato digestivo que consta de una cabeza
dotada de unas fuertes mandíbulas seguida de una bolsa dotada de apéndices para
fijarse a la hoja siendo su único objetivo alimentarse noche y día. Cuando
llega el momento en que no necesita más alimento, se activa el mandato genético
de la metamorfosis, confecciona el capullo con la seda que segrega de sus
glándulas, pasa de oruga a crisálida y de crisálida a mariposa, o sea, se
transforma, de órgano digestivo en aparato reproductor, en ese momento machos y
hembras se acoplan. Finalizado el acoplamiento, las hembras depositaban los
huevos. Ha finalizado el ciclo biológico con la función reproductora, a las
pocas horas mueren y al año siguiente se reproduce el mismo ciclo.
En los humanos, como en cualquier
otra especie biológica, el proceso es no iba a ser distinto. Es parecido aunque
algo menos mecánico y con secuencias temporales más relajadas, aunque
estructuralmente idéntico, pues da la “casualidad” que nuestra plenitud física
coincide con nuestra plenitud sexual. Pasada esa fase, después de los cuarenta
años, entramos en un proceso de decadencia física irreversible, el suficiente
como para criar y preparar a los hijos como mamíferos que somos (nuestra
estrategia reproductiva, propiamente mamífera, es distinta a la del insecto, y
a ella se adapta el ciclo biológico). Quizá tengan algo de razón los
pan-genetistas cuando dicen que los seres vivos somos meros soportes de un
código de instrucciones (DNA) que tiende a perpetuarse a través nuestra. En la
terminología de Spencer, “la gallina es el medio del que se vale el huevo para
hacer otro huevo”. Nosotros seríamos seres efímeros, el DNA un ser permanente y
perdurable a lo largo de cientos de milenios.
Si hay algo que realmente aterra y
ha aterrado a los seres humanos a lo largo de su historia ese algo ha sido el
hecho físico de la muerte. La muerte es
el telón de fondo de toda historia individual. De su certeza tiene consciencia
todo ser humano, certeza en cuanto al “qué” que se disipa (se hace incierta) en
lo relativo al “cuando” o al “como”, es una condición a término incierto.
Intentamos resguardarnos de la muerte
tanto por instinto como por consciencia. La muerte es el destino inevitable.
Los hombres se rebelan, intentan sobreponerse, es sólo cuestión de tiempo: el
tic-tac del reloj nos aproxima a ella. No la comprendemos porque el mundo es el
mundo que nos hemos hecho, el que hemos integrado en las estructuras de nuestra
percepción, es el mundo en el que hemos ocupado su centro. No la concebimos y,
por tanto, se intenta apartar la presencia subjetiva de la muerte como algo
extraño a uno mismo. Mientras Paúl Valery sentenciaba que la muerte es algo que
siempre sucede a los demás, por su parte, Epicuro intentaba alejar el miedo a
la muerte afirmando que
el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos [1]
No obstante, el hombre no se ha
resignado nunca a la muerte. Las
filosofías estoicas o epicúreas no le han infundido el sentimiento de
tranquilidad y sosiego que necesitaba, no le bastaba la simple resignación. La
persistencia en el ser y en el vivir[2]
le ha marcado desde tiempos remotos. El hombre se ha rebelado contra la muerte
y por tanto ha querido transgredirla y someterla y para ello se ha hecho
inmortal y la inmortalidad lo ha confortado, le ha infundido la seguridad y la
esperanza de que la auténtica felicidad se encontraba justamente una vez fuese
franqueada esa barrera, la barrera de la muerte, que iba a adquirir a su vez el
carácter de un renacimiento, de una nueva iniciación en una nueva fase de la
vida.
Llámase conatus a la perseverancia
que tienen todos los seres vivos en la existencia, una perseverancia que
excluye totalmente la existencia subjetiva de la muerte. Spinoza lo formulaba así en su Etica:
El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser con una duración indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo.[3]
Una idea que
excluya la existencia de nuestro cuerpo no puede darse en nuestra alma, sino
que le es contraria... lo que primordialmente constituye la esencia del alma es
la idea del cuerpo existente en acto, el primordial y principal esfuerzo de
nuestra alma será el de afirmar la existencia de nuestro cuerpo, y, por tanto,
una idea que niegue la existencia de nuestro cuerpo es contraria a nuestra
alma.[4]
Freud basaba el ansia de inmortalidad en las
estructuras mismas del inconsciente:
La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores. Así, la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que es lo mismo, que en el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.[5]
Añadir leyenda |
La emancipación de la muerte, la
iniciación a la otra vida, lo que en un comienzo surgió como un afán
emancipador y liberador del fin a que inevitablemente condenaba el reloj
biológico a los hombres, como una proyección reconfortante del origen y sentido
de la existencia, fue finalmente controlada y acabó convirtiéndose en un factor
más de represión y dominación. Los poderes religiosos tenían las puertas
abiertas para ejercer su dominio sobre el acceso al otro mundo, al otro valle,
a la otra orilla, al más allá, al reino de los cielos. Detentaban el control
sobre las conductas presentes y sus consecuencias futuras. La muerte les
pertenecía por derecho propio.
(continuará)
[2]Por otra parte, esa natural persistencia en el ser y en
el vivir que nos impele nuestro espíritu es la traducción de esa misma
persistencia que se expresa en nuestro sistema fisiológico, regenerativo e
inmunológico. La fuerte apetencia sexual es una instrucción genética que nos
impele a reproducirnos, a persistir en la existencia.
[3]Baruch de Spinoza: Ética demostrada según el orden
geométrico. Pág. 178. Ediciones Orbis, Barcelona, 1984
[4]Baruch de
Spinoza : Ética demostrada según el orden
geométrico. Págs. 179-180. Ediciones Orbis, Barcelona, 1984
[5]Sigmund Freud: Obras completas, vol. II, “Consideraciones
de actualidad sobre la guerra y la muerte. pág. 2.110. Ed. Biblioteca Nueva,
Madrid, 1973
HE LLEGADO A SU BLOG
ResponderEliminarSALUDOS
VAMOS A LEERLO
Gracias
EliminarUn Saludo
me gusta!
ResponderEliminarOK.
ResponderEliminar