La teoría de la
conspiración y el complot ocupa un lugar de honor dentro de las mitologías
políticas con las que casi todos los poderes reaccionarios del universo han
pretendido legitimar su existencia y su represión sin límites. Represiones
indiscriminadas, prácticas de genocidio,
incluso gratuitas, como las que han tenido como víctimas a brujas y
judíos, se han producido a lo largo de la historia con el mero objetivo de
servir de factor aglutinante de grandes masas de la población en torno a la
institución represora.
En más de una ocasión el mito conspirativo ha rendido
sus servicios como agente catalizador de los temores y odios de una población
en crisis y en proceso de desestructuración generalmente al borde del colapso
económico. Si a unos temores incontrolados y a unos odios desbordantes se les
pone por delante una fácil presa en la que puedan descargar la rabia y la
indignación contenida, la masa acudirá como una fiera a ejecutar su venganza, y
si su objetivo es un grupo social desorganizado e indefenso como el judío o
aquellas mujeres que vivían apartadas
del mundo como las brujas de los siglos XVI y XVII, tanto mayor será la
eficacia de una acción alevosa.
No hay matanza o
genocidio sin recurso ideológico que lo legitime. Cuando la invocación a la Patria o a la Fe por sí mismas no son
suficientes, la paranoia del complot dota de los recursos necesarios para
emprender una acción represiva de magnitudes descomunales proporcional al
enemigo que se pretende abatir. Los
complots tienen generalmente magnitud internacional, pero esa es una respuesta
a la reacción internacional de repulsa que produce una actuación represiva
descomunal. En la España
franquista se extendió el concepto, usado por el mismo tirano, de
contubernio judeo-masónico marxista, etc.
Tras el bloqueo internacional al régimen, llevado a cabo tras el final
de la Segunda Guerra
Mundial, los aparatos ideológicos empezaron a usar ese concepto. La idea
de una camarilla de judíos, masones y marxistas concertados para conspirar
contra el último bastión de la cristiandad occidental resultaba la mar de
estimulante. Cualquier acción de protesta interna o externa reconducía a los
hilos de quien, en última instancia, manejaba esa trama organizada. Quien haya leído los escritos de Carrero
Blanco, firmados bajo el seudónimo Juan de la Cosa , sobre los masones advertirá hasta que punto
la alucinación y el delirio pueden atormentar la estrecha mente de un fascista.
La masonería,
sociedad secreta y elitista de la era moderna, si bien tuvo un papel destacado a lo
largo del siglo XIX en la organización de las revueltas liberales, no se puede
decir que tuviera el mismo peso en los movimientos de masas que han
caracterizado el presente siglo. No obstante, en los militares tradicionalistas
y conservadores de comienzos del presente siglo, como el dictador Franco,
quedaba un claro resentimiento hacia militares de orientación liberal como
Riego o Prim de clara afiliación masónica.
El judaísmo, por
el contrario, nunca ha sido un movimiento organizado con aspiraciones
universales y menos aún conspirativas, con independencia de la solidaridad
entre sus miembros que genera todo grupo cerrado. La religión madre del
cristianismo, por su carácter endógeno y cerrado a sus miembros, ha ocupado en
occidente un lugar destacado como chivo expiatorio universal. Los Pogromos
organizados contra las juderías medievales, la expulsión de los judíos de
Castilla en el siglo XV, el antisemitismo eslavo y centroeuropeo, plasmado en esa simonía llamada "Protocolos de los Sabios de Sión", confeccionada por la Okhrana zarista y que condujo
finalmente al Holocausto Nazi, ponen de manifiesto cómo el odio a los judíos ha
servido como catalizador cara a la consecución de ciertos objetivos, bien para
distraer la atención en determinadas situaciones de crisis, bien para articular
unificaciones nacionales o religiosas, exactamente igual a la caza de brujas
que tuvo lugar durante el siglo XVII. Las mujeres acusadas de tener contacto
carnal con Satanás por los puritanos e inquisidores fueron el chivo expiatorio
de la gran crisis religiosa posterior a la Contrarreforma.
Las ideologías
conspirativas se asocian, como acabo de poner de manifiesto, a determinados
contextos represivos. Lo esquemático y simplificante de tales ideologías se
puede reducir a la búsqueda de un sujeto perfectamente identificado social y
personalmente, al que se le puedan imputar toda suerte de desdichas y calamidades
sociales. A las brujas del siglo XVII se las acusó de todo lo acusable, de ser
las responsables de las sequías, las inundaciones, las epidemias, las plagas y
demás desastres naturales generadores de hambrunas. A los demagogos nazis, por
su parte, les resultó la mar de fácil además de rentable políticamente culpar a
los judíos de la crisis alemana de los años treinta, de sus planes de hundir
Alemania en la miseria, etc. Un público desesperado, hambriento y al borde del
colapso, ávido de poner en marcha su instinto de venganza es el mejor caldo de
cultivo de la demagogia. Ingentes masas pequeñoburguesas desarticuladas, un
lumpemproletariado cada vez más amplio, exigían a gritos culpables en los que
materializar su odio desbocado y su ánimo de venganza y, lógicamente, el
nazismo se lo sirvió en bandeja. Por lo que respecta a la Rusia de Stalin, los
trotskistas y bujarinistas fueron perfectamente intercambiables con las brujas
del siglo XVII y los judíos de la propaganda de Goebels, caracterizados en el
discurso oficial como el diablo que nos mostraban en el Catecismo: el
compendio de todos los males sin mezcla de bien alguno. Según la propaganda
stalinista los citados traidores se habían vendido a la Gestapo , al Imperialismo y
a yo no se que más y, lógicamente, conspiraban contra el Poder Soviético. A los
últimos dirigentes bolcheviques se les arrancaron, mediante torturas,
naturalmente, confesiones asombrosas sobre sus connivencias con los poderes
ocultos del imperialismo y el nazismo que los habrían de conducir directamente
al paredón. Y es que los autócratas que, evidentemente tienen enemigos,
necesitan crearlos a la imagen y semejanza de las estructuras de un pensamiento
mitológico y simplificante, integrarlos en sus simples esquemas conspirativos
y, con base a dicha teoría, dar y encontrar una explicación a todo, incluso a
fenómenos debidos a la misma desidia burocrática del sistema, a la lentitud en
el cumplimiento de los planes, a las hambrunas causadas por la ineficiencia de
los funcionarios del nuevo régimen... detrás de todo se habían de encontrar los
conspiradores trotskistas que, deseosos de liquidar la revolución de octubre,
recurrían al sabotaje, al terrorismo, al soborno, a la extorsión y a todo lo
que se quiera.
El pensamiento
conspirativo cuaja bastante bien en la medida en que ofrece explicaciones
totales y exhaustivas de los fenómenos así como de sus relaciones causales,
culminando en la perfecta identificación de un culpable individual y colectivo
de las desdichas y calamidades. Si se pretende desprestigiar a las compañías
madereras basta con responsabilizarlas de los incendios forestales que se
producen durante los veranos, que, en parte, no digo que no, puede que estén
involucradas, aunque en la misma proporción en que lo pueda estar el psicópata
pirómano, las disputas sobre lindes o derechos de fincas, los problemas entre
los miembros de los cotos de caza, el éxodo rural y consecutivo abandono de la explotación de los recursos naturales de los bosquez con tareas como desbroces, podas, etc, etc . Si se pretende desprestigiar el
movimiento antinuclear bastará con escudriñar un poder oculto, unos intereses
manifiestos para que esa forma de energía no prospere: las multinacionales del
petróleo. La prensa y la televisión amarillas saben muy bien lo rentable que
resulta comercialmente el recurso a la tesis conspirativa. De cualquier modo,
vende muy bien dejar sentado que los accidentes no sean tales accidentes, sino
complots organizados (como el accidente de la princesa de Gales, orquestado,
según ciertos medios, por los servicios secretos británicos), donde las autoridades secretas y ocultas mueven sus
misteriosos hilos. Todo puede ser producto de una conspiración, incluso el
SIDA, pues, el que se extendiera durante la era Reagan dió lugar a que se
pensara que el vacilo fuera fabricado y sintetizado a propósito, con el objeto
de combatir la homosexualidad, la promiscuidad sexual y la drogodependencia.
La mayor ventaja
de las tesis conspirativas radica generalmente en su absoluta indemostrabilidad
siendo un cajón de sastre en el que se pueden apilar los elementos de la
conspiración más variopintos: el contubernio judeo-masónico-marxista-capitalista
es, además de una fábula, una ensaladilla indigerible, salvo para las obtusas
mentes fascistas que fueron capaces de señalarlo. Por otro lado, el de la
comunicación de masas, la prensa amarilla, fiel a la máxima de Goebels de que
una mentira descomunal acaba convirtiéndose en verdad, puede permitirse el lujo
de fabular todos los complots imaginables. Sabe que el público digiere y
asimila mejor una interpretación descabellada caracterizada por su radical
simpleza e indemostrabilidad que una interpretación que se atenga a los hechos
y a la concatenación compleja de los fenómenos dejando los huecos y los
interrogantes pertinentes en lo que se refiere a la explicación de las claves
de determinados sucesos.
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