El cauce de transgresión más clásico a la familia tradicional o, como prefieren llamarla los obispos, la familia cristiana, lo ha ofrecido y lo viene ofreciendo, sin lugar a ningún género de dudas, la prostitución. Más aún, es su inequívoco complemento, la válvula de escape por excelencia tanto de las tensiones acumuladas en el seno del matrimonio monogámico forzoso institucionalizado que ha impuesto la cultura sobre un homínido hipersexual y promiscuo por naturaleza, como de los instintos más recónditos o de las perversiones más secretas. Cabe considerar la prostitución, más que como una lacra social, como el más firme sostén del orden moral tradicional vigente. La prostitución aparece como el más firme baluarte de la familia y, a la inversa, la familia como el más firme baluarte de la prostitución[1].
Para la explicación y determinación de este fenómeno no cabe acudir al tan manoseado recurso de la doble moral (¡como si existiera una moral íntegra y unívoca, como si la moral no fuera en sí todo un complejo sistema de represión- transgresión!) ni tampoco reducir su práctica y existencia a una mera cuestión de hipocresía personal o social. Los principios éticos y morales nadan siempre en la superficie, captan, todo lo más, el síntoma, nunca la enfermedad. La única forma de interpretar y percibir el fenómeno de la prostitución es comprehenderlo, en su interacción dialéctica y dialógica, con las instituciones sexuales establecidas, como un complemento imprescindible al mantenimiento de una moral oficial única. Si los puritanos victorianos clamaron orgullosos por la defensa de las instituciones familiares tradicionales es porque su defensa estaba apuntalada por ese soporte transgresor imprescindible a la moral y a las rectas costumbres.
Puritanismo y prostitución se excluyen y a su vez se incluyen, se oponen y se complementan a un mismo tiempo. Quienes desde el púlpito claman por la defensa de la familia y de la sexualidad exclusivamente reproductiva, (también, aunque de forma velada) están exigiendo a gritos la ampliación de los prostíbulos, burdeles y lupanares. Los ejemplares matrimonios monogámicos e indisolubles se nutren y fortalecen de su fuente transgresora. Del mismo modo que la Cuaresma necesita un Carnaval, la familia tradicional necesita la prostitución. Se me podría objetar que esta es una generalización gratuita y sin fundamento. Quisiera aclarar que no me estoy refiriendo a todos y cada uno de los casos concretos, pues de todo hay y puede haber. A lo que aludo es, en todo caso, a las instituciones represivas-identitarias y a sus correlativas salidas transgresoras tomadas a niveles globales. Designar un único sistema de evacuación que haya de corresponder a toda fuente de represión es algo que, por su profundo dogmatismo, está muy lejos de mis pretensiones. La represión puede descargarse de mil maneras distintas, dependiendo su elección siempre del azar, evacuándose, en cuanto a su magnitud, en función de la posición del centro de gravedad del conflicto, incluso puede no descargarse y convertirse en una nueva fuente de poder y de sublimación (mística, religiosa o cualquiera otra cobertura mental de la impotencia).
Una violenta
arremetida contra la prostitución por parte de un Estado podría poner en
quiebra los cimientos de los que se nutren las instituciones sexuales
establecidas. Esto es lo que explica la secular tolerancia y permisividad con la
que se ha contemplado por los poderes públicos esta institución de la
prostitución. Permisividad y tolerancia
que no son explicables en virtud de la aplicación de principio liberal
volteriano alguno extraído del Traité sur la Tolerance. Un informe de las
Naciones Unidas en defensa de la abolición de la persecución de la prostitución
por sí misma como figura delictiva razonaba del modo siguiente:
La experiencia enseña que, atendiendo a los resultados obtenidos, la prostitución no se puede eliminar con medidas legales, y que, si se la declara delito punible, ello lleva generalmente a la prostitución clandestina y a una despiadada organización de maleantes dedicados a la explotación de la prostitución ajena. Mientras haya demanda en tal comercio por parte de los hombres, es indudable que responderá a ella una oferta femenina, pese a las penas que se impongan a las prostitutas.[2]
La lógica bipolar,
como esta de la oferta y la demanda, es tan socorrida como insatisfactoria a un
mismo tiempo. Un término que para explicarse recurre al inverso que a su vez se
explica en el primero nos da la medida de un tipo de causalidad cerrada y
tautológica: ¿porqué existe la prostitución? Porque existen varones que
demandan sus servicios. ¿porqué los varones demandan los servicios de las
prostitutas? Porque las prostitutas ofertan sus servicios a los varones. Todo
un círculo vicioso, análogo a la metafísica del huevo y la gallina, o a la
paradoja de Epiménides sobre si el cretense que afirma que todos los cretenses
son unos mentirosos miente o dice la verdad, .planteamientos ambos que, encerrados exclusivamente en las mismas
premisas que los enuncian, están abocados
a un callejón sin salida. La sucesión de huevos y gallinas hacia el
infinito es un problema formal que excluye su solución, la historia natural del
huevo, como cobertura y protección del embrión, utilizado por los antecesores
evolutivos de la gallina (peces, anfibios y reptiles), luego, el huevo es
siempre anterior a la gallina. La solución a cualquier problema irresoluble
planteado por la lógica formal pasa necesariamente por la meta-lógica, por la
transcendencia de sus propios enunciados.
Los sistemas más
despóticos no solo la han tolerado, aún más, la han alentado: gineceos y
lupanares en el mundo clásico, cortesanas bajo el Antiguo Régimen, harenes bajo
el mundo islámico. El antropólogo británico James G. Frazer relata curiosos
supuestos de prostitución sagrada que tuvieron lugar en el mundo antiguo, así
En Chipre todas las mujeres, antes de
casarse, obligadas por la primitiva tradición, tenían que prostituirse a los
extranjeros en el santuario de la diosa, llevase o no el nombre de Afrodita o
Astarté. Costumbres semejantes prevalecían en muchas partes del Asia Menor.
Cualquiera que fuese el motivo, esta costumbre estaba sin disputa considerada,
no como una orgía de lascivia, sino como un solemne deber religioso ejecutado
al servicio de la Gran Madre Diosa del Asia Menor... En Babilonia, toda mujer
rica o pobre, tenía que someterse una vez en la vida a los abrazos de un
forastero en el templo de Mylitta, que era la Istar o Astarté, y dedicar a la
diosa el estipendio de su santificada prostitución... En Armenia, las más
nobles familias dedicaron sus hijas al servicio de la diosa Anaitis en su
templo de Acilisena, donde las damiselas ejercían como prostitutas durante un
largo periodo antes de ser dadas en casamiento. Nadie tenía escrúpulo en tomar
como esposa a una de aquellas muchachas al terminar cumplidamente su tiempo de
servicio divino[3]
La Inglaterra victoriana,
paradigma del puritanismo más estricto,
plagaba las calles de prostitutas... Desde una perspectiva humanista la
existencia de mujeres esclavas del sexo es algo que repugna profundamente. Pero los gobiernos constatan, aunque sea
solapadamente, que sin prostitución no hay familia cristiana. Se tolera a la
prostituta y se persigue al proxeneta. Pero existe un Gran Proxeneta, proxeneta
de proxenetas, al que no se le puede detener por ser precisamente núcleo de la
sociedad, de la civilización y de la convivencia, es decir, la sacrosanta
sexualidad familiar institucionalizada.
Naturalmente, la
represión institucional no tiene porqué abocar a una única válvula de escape de
transgresión. Coexiste con otras, paralelas y alternativas, de las cuales la
más clásica es la del adulterio. Esta última transgresión puede hacer peligrar
la institución matrimonial, siendo especialmente perseguido el adulterio de la mujer al considerarse que ponía en riesgo la legitimidad sucesoria y hereditaria.
La crisis puede regularse, bajo aquellos sistemas que lo permitan, a través de cauces institucionales previsores de distintas formas de disolubilidad matrimonial, como la separación, el divorcio, etc, siempre preferibles al conyugicidio, su alternativa transgresora-destructora. Aún así, el adulterio también puede sub-institucionalizarse como amancebamiento que, previa la debida ocultación, es posible hacerlo subsistir sin poner en riesgo la institución base.
La crisis puede regularse, bajo aquellos sistemas que lo permitan, a través de cauces institucionales previsores de distintas formas de disolubilidad matrimonial, como la separación, el divorcio, etc, siempre preferibles al conyugicidio, su alternativa transgresora-destructora. Aún así, el adulterio también puede sub-institucionalizarse como amancebamiento que, previa la debida ocultación, es posible hacerlo subsistir sin poner en riesgo la institución base.
Otra fuente de
transgresión sexual que convive con las instituciones tradicionales, aparte de
la prostitución y el adulterio, es el consumo de pornografía, ese sucedáneo industrial y tecnológico de la prostitución, además de las múltiples formas de sexualidad
furtiva escondidas bajo los nombres de voyeurismo,
fetichismo, la pederastia... y hasta el lado más perverso y violento de la
transgresión, la violación.
De las alcantarillas
de la sexualidad institucionalizada nace esa sexualidad paralela y
transgresora, lo que desde las instancias oficiales se esconde como la
inmundicia, como el pecado y como el demonio mismo. Pero el demonio también
habita en la santidad y el pecado en la virtud (sin pecado no hay virtud y sin
demonio no hay santidad, la cual para valerse por sí misma exige pruebas de
resistencia a la tentación). La ética religiosa ni comprende ni quiere
comprender la decisiva importancia que tiene el mal para la realización del
bien, que el mal genera el bien y el bien genera el mal, que el caldo de
cultivo del bien es el mal y el caldo de cultivo del mal es el bien, que la
supresión del uno implica la supresión del otro y que, en definitiva, el Reino
del Bien Absoluto no puede ser otro que el Reino de la Muerte Absoluta. También
el pulcro, culto y admirado accionista mayoritario de un gran holding
industrial esconde bajo su limpieza la suciedad, adquirida entre la grasa y los
humos, de los miles de operarios que trabajan para él en sus empresas. La
honesta dama de alta sociedad tiene a su sombra una prostituta, desprestigiada
y mal vista socialmente, que a la par que le hace el trabajo sucio
realza su figura.
[1]La actitud del machista recalcitrante para quien la
exigencia de que su mujer vaya virgen al matrimonio se complementa con su
asiduidad a los burdeles y casas de citas es bastante ilustrativa al respecto.
[2]Naciones Unidas. Estudio sobre la trata de personas y
la prostitución (Represión de la trata de personas y de la explotación de la
prostitución ajena), pág. 12
Departamento de Asuntos Económicos y Sociales, Nueva York, 1959.
[3]James G. Frazer. La rama dorada. págs. 384-385.Fondo de
Cultura Económica, 1997, Madrid
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