Cuando un discurso
político pierde de vista el elemento ideológico y estructural, cuando toda
intervención gira sobre las infracciones penales del gobernante, su falta de
honradez, decencia y transparencia, y lo que se propone como modelo
alternativo es la honradez, la decencia y la transparencia en la gestión
del oponente, se están aceptando implícitamente las reglas del juego del
sistema como algo dado.
De lo que se trataría es de expulsar de la mesa al
tahúr, al jugador tramposo y pendenciero que esconde las cartas bajo la manga,
de cambiar las barajas trucadas, eliminar al fisgón que avisa del juego del
contrario. En cierto modo dicho planteamiento es consecuente con el sistema
liberal-democrático conforme al cual los políticos son administradores de lo
ajeno a quienes se les encomienda, vía mandato, su custodia y disposición
temporal.
Consiguientemente, la mala fe, el abuso de confianza, etc, como
extralimitaciones del contenido del mandato, han de encontrar su sanción
correspondiente, a saber, las responsabilidades políticas de las que tanto se
habló durante aquella época. Unánimemente, todos los grupos y partidos, indistintamente, exigen un juego limpio.
Por otro lado, la
política se hace más asequible al ciudadano, pero, ¿a costa de qué? De ofrecer
al público una imagen maniquea, re-simplificadora de lo político, y en vista de
lo anterior, la oposición acudía, rauda, a desfacer entuertos, viéndose
a sí misma con más semejanza a Amadís de Gaula que a su caricatura cervantina.
Cualquier iniciado en el estudio de la ciencia política sabe que las estructuras
de poder autoritarias, opacas, piramidales y cerradas a la sociedad civil
facilitan todo género de corruptelas.
Del siglo XV, donde el único control de
los gobernantes lo detentaban sus confesores y directores espirituales, a la
moderna era liberal donde se establece todo un sistema de controles recíprocos
entre poderes e instituciones hay todo un trecho. No obstante, es difícil
desligar que era y no era corrupción, por ejemplo, en plena dictadura franquista: ¿el
estraperlo y el contrabando al que se dedicaban los altos jerifaltes del
régimen durante la época del bloqueo y la autarquía mientras el pueblo moría de hambre?, ¿El caso MATESA?. ¿El caso Redondela?, ¿el affaire del
diario Madrid?. Cuando la primera usurpación fue la de la libertad de todo un
pueblo arrebatada por la fuerza de las armas, cuando se fusilaba, torturaba,
exiliaba y encarcelaba a los opositores al régimen por el mero hecho de serlo,
cuando la mentira, la calumnia, la ocultación y el silencio eran la pauta
informativa del régimen... ¿Qué son esas corruptelas comparada con esta última?
La dictadura franquista era, todo el mundo lo sabe, el reino de la corrupción,
de las recomendaciones, de la especulación del suelo, de las repoblaciones
forestales a base de coníferas causantes de los actuales incendios forestales,
de la entrega de la enseñanza al clero, de los privilegios estamentales y de un
largo etcétera. Los casos de corrupción dentro del franquismo se les podría
identificar como la corrupción dentro de la corrupción, algo así como la que se
produce dentro de una banda de hampones, donde los honrados entregan al
proveedor de cocaína una maleta llena de dinero a cambio de la mercancía,
mientras que los corruptos sencillamente se limitan a acribillar a tiros
a sus proveedores, quedándose con la droga y, por supuesto, con el dinero.
A estas alturas,
no hemos identificado todavía el concepto claro y distinto de
corrupción. En sentido amplio hay que referirlo a la existencia de unas normas,
por un lado, y, por otro, al grado de cumplimiento de las mismas. La corrupción, al igual que la justicia, es
un valor perfectamente mensurable que se puede calcular mediante la siguiente
ecuación:
ÍNDICE DE CORRUPCIÓN =
|
FACTOR VARIABLE: GRADO DE CUMPLIMIENTO DE LA
NORMATIVA ESTABLECIDA
|
FACTOR CONSTANTE: NORMATIVA ESTABLECIDA
|
No es de extrañar
que en los Ministerios del Interior, espacios administrativos opacos por
razones de orden público, se generen estados dentro del Estado, mundos
aparte donde todo está permitido. Quien asegure tajantemente que el monopolio
de la corrupción lo tiene determinado partido político y el de la honradez,
transparencia y honestidad lo tiene el suyo está completamente equivocado. Nadie tiene el monopolio de la
honradez y honestidad y quien pretenda afirmar lo contrario es un farsante. Tampoco radica en las personas. La política no es una cuestión de
personas sino de instituciones, de modo que la mejor garantía de un gobierno
transparente es el control recíproco y las mayorías débiles, de modo que el
margen de impunidad del posible corruptor quede reducido al mínimo.
Marx, en una carta
dirigida a J.B. Schweitzer el 24/01/1865 en la que juzgaba a Proudhon venía a
decir a propósito de su escrito ¿Qué es la Propiedad ?:
Como Proudhon
integra el conjunto de estas relaciones económicas en la noción jurídica de la
propiedad, no podía ir más allá de la respuesta dada por Brissot, desde antes
de 1789, en un escrito del mismo estilo, en los mismos términos: “La propiedad
es el robo”.
La conclusión
que se deduce de ello, en el mejor de los casos, consiste en que las nociones
jurídicas del burgués acerca del robo se aplican así mismo a sus beneficios
honrados. Por otra parte, como el robo, en cuanto que violación de la
propiedad, presupone la propiedad, Proudhon se embrolló en toda clase de
divagaciones confusas sobre la verdadera propiedad burguesa[1]
Todo debate
sobre la corrupción de los políticos está planteado exactamente en esos mismos
términos. El ejercicio del poder en el marco de una economía capitalista, donde
el principal móvil ético y económico es el lucro, presupone el riesgo de corrupción o, lo que
viene a ser lo mismo, la corrupción, entendida como violación de las
normas equilibradoras impuestas a la
intervención de los poderes públicos en su interconexión con la sociedad civil.
Se trata, en suma, de la misma óptica miope del crítico de la propiedad privada
que la define como un robo, como un concepto ligado a la propiedad
privada. No me parece correcta, sin
embargo, la interpretación del fenómeno que hace Cornelius Cartoriadis cuando
alude a tipos antropológicos ahistóricos e intemporales, como pudiera ser el
juez incorruptible, el funcionario weberiano, el maestro consagrado a su tarea,
el obrero para quien su trabajo, pese a todo, era una razón de orgullo
heredados por el capitalismo, los que han hecho posible que el sistema
funcione, por encima incluso del soborno[2]
La
perspectiva que reduce la crítica política a la denuncia de los fenómenos de
corrupción que son, a fin de cuentas, elementos disfuncionales necesarios e
imprescindibles al reciclaje de la mera función que se distorsiona, como las
patologías que, no obstante ser desviaciones, definen por sí mismas el estado
de la normalidad, es sumamente equívoca por su componente netamente
mitificadora. La reconducción a la normalidad de una situación corruptora
conduce exclusivamente a un único referente: la observancia estricta de la Ley y el Derecho. El
positivismo jurídico que es, por cierto, una línea doctrinal sumamente
conservadora, se instala en el vértice de la acción y gestión política,
suplanta y secuestra al mismo tiempo a la misma actividad política. Lo más
grave de todo es que, en el estado de la corrupción, la invocación del modelo
normalizador se ha convertido en un grito unánime, tanto desde la izquierda
como desde la derecha.
En cierto modo,
nunca se ha renunciado a la invocación del modelo referencial normalizador. La Revolución Francesa ,
pese a que el sistema que implantó no tenía precedentes en la historia, creó e
invocó sus propios mitos referenciales-normalizadores, el del hombre puro no
alienado ni contaminado por la sociedad y la corrupción. Era, no obstante, un
mito que, pese a sus pretensiones de encontrar en la historia el referente, se
perdía en la bruma neblinosa de los mitos, pues el buen salvaje solo
existía en la mente de los teóricos de la Ilustración.
Aún así, lo presente, lo que se desea modificar de forma revolucionaria, no tiene reconducción posible, ni siquiera desde sus mismos postulados estructurales.
En cambio, en el
caso presente, el de la lucha contra la corrupción, la situación crítica se
resuelve mediante una apelación a los mismos resortes del sistema, a su puesta
en funcionamiento a pleno rendimiento. Foucault describía como se activaban y
consumaban los mecanismos de la sociedad represiva desde el mismo momento en
que un grupo de vecinos, ante una oleada de delincuencia callejera, se
movilizaba para exigir una mayor presencia policial en las calles.
Ese fenómeno, al
que se le ha dado en llamar judicialización de la política, viene
caracterizado por la sumisión del poder ejecutivo al control directo de
aquel poder (ideológicamente neutro o independiente de todos los poderes) cuya
función es la de garantizar su sujeción a la normativa reguladora del Estado,
lo cual nos viene a confirmar que la política se ha desvanecido totalmente contando en este caso con la
complicidad unánime de toda la clase política. La muestra y expresión más
patética de este fenómeno la tenemos en cómo Julio Anguita cuando fue líder de IU que, se supone, contaba con ser la alternativa más radical a la
situación, afirmaba sin rubor que su programa político no era otro es el
cumplimiento íntegro de la Constitución Española , citando a continuación la
ristra de artículos constitucionales que exigen pleno desarrollo. Si aquella
izquierda que afirmó de sí misma situarse en la otra orilla apelaba programáticamente al positivismo jurídico.. ¿qué podíamos esperar de quienes se
encuentran todavía en esta orilla?
No hay comentarios:
Publicar un comentario