Los filósofos no han hecho más que interpretar de
diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo (Karl Marx:
Onceava tesis sobre Feuerbach).
La transición de
la gnoseología al normativismo viene sintetizada en esta frase lapidaria. El
imperativo marxiano es categórico u ontológico-deductivo: el paso siguiente de
la interpretación es la acción, es algo así como su culminación necesaria.
Interpretar el mundo debe entenderse como combatir el mundo. Marx no llamaba a
dejar de interpretar el mundo para pasar acto seguido a la acción, pues su
crítica de la economía política era una crítica directamente beligerante, y en
este punto, Marx conecta con el paradigma de la Ilustración. La
confección de La
Enciclopedia supuso la puesta en marcha de un ingente
proyecto encaminado a modificar, por la vía del conocimiento, el mundo
anterior. En tal sentido, el conocimiento, en tanto que suplantación, tenía
encomendada una función claramente beligerante con ese mundo al que se deseaba
transformar.
Los Philosophes y Marx tuvieron en común la valoración del
conocimiento como arma revolucionaria. Eran épocas de revolución y conmoción
social que partieron de la idea de que el papel del intelectual era
desenmascarar los resortes de legitimación imperantes, poner de manifiesto la
verdad, así desnuda que, como tal, pondría en marcha la construcción del orden deseado.
Eran épocas de creencia en el progreso, donde cualquier hito en el
conocimiento, a la vez que dinamitaba los cimientos del orden existente, ponía
los ladrillos del nuevo orden. Fueron épocas cargadas de una buena dosis de
optimismo histórico. Para construir el nuevo mundo bastaba con la crítica. Para
los Philosophes el blanco a abatir era el sistema de privilegios y el objetivo
a apuntar eran las supersticiones religiosas. Para los socialistas el blanco a
abatir eran las clases sociales y el objetivo a apuntar, las relaciones de
producción capitalistas, formas estas aprisionadoras de los contenidos
energéticos dinamizadores del desarrollo social: la producción y el trabajo.
Las barreras se encontraban, en uno y otro caso, perfectamente delimitadas y la
acción se presentaba como consecuencia lógica y necesaria de la misma actividad
teórica. En esta misma línea Kant intenta compaginar el orden racional con el
orden moral, someter a los dictados de la razón la base de la norma moral, lo
que dió en llamar Imperativo Categórico.
Pero seguimos
atrapados en los presupuestos de un cierto tipo de gnoseología normativa. Desde
cierto punto de vista, interpretar la realidad de una forma implica indicar el
modo en que ésta se debe interpretar, aunque de aquí no podemos concluir
alegremente que el uso de un determinado método científico tenga consecuencias
normativo-éticas o normativo-políticas, sino tan solo normativo-metodológicas o
normativo-gnoseológicas, de modo que el severo juez que, a fin de cuentas, sancionará
la observancia o inobservancia de tal o cual mandamiento metodológico no puede
ser otro que la misma realidad. En
las construcciones teológicas la interpretación de la realidad se encuentra
mediada por la institución: interpretar la creación del hombre por dios se
entiende como predicar la sumisión absoluta del hombre a la divinidad y, por
tanto, al universo interpretativo de la voluntad de esa divinidad personificado
en la institución. ¿Se puede deducir algo parecido de la teoría del origen de
la vida a partir del caldo prebiótico?. Por supuesto que no. La conexión
científica nada tiene que ver con la conexión religiosa. Las categorías de
mediación son distintas y en ningún caso son extrapolables.
La conexión con el
absoluto que realiza el creyente no es nunca cognitiva por mucho que los
ingredientes psíquicos que conlleva toda mediación institucional generen en
algunos casos apariencias de experiencia real. En todo caso, la neurosis
religiosa es una cuestión aparte. La
contundencia con la que se ponen de manifiesto las estructuras apriorísticas
tiene como efecto anular cualquier esfuerzo en el plano cognoscitivo o bien
reorientarlo en ese mismo sentido prefigurado.
Idéntica forma de operar e intervenir en la realidad es la que ocupa al
astrólogo con ese sistema de conexiones imaginarias que observa entre las
constelaciones, los individuos y su porvenir.
La ciencia no puede aspirar a establecer una línea directa con el
absoluto, entre otras cosas porque rechaza ese concepto y la modestia de sus
medios en relación al todo se lo impide. Se puede aceptar un absoluto
filosófico indeterminado, un primer género de materialidad al modo de Spinoza
necesariamente vacío de contenidos positivos y, lo que no se puede y, sin
embargo, se ha hecho, es abusar de la hipótesis hasta el extremo de la
especulación, tal y como ha sucedido con la teoría del Big-Bang.
Aún así, del
conocimiento científico tomado en sí mismo no se desprende relación alguna de
poder. A ningún científico mínimamente sensato se le ocurriría adorar al átomo
de hidrógeno ni elevar a los altares al caldo prebiótico[1].
Muchas culturas han observado, con razón,
que el sol es fuente de vida y en concordancia con ello han instituido el culto
al Dios Sol. El espíritu científico se detendría en la primera constatación,
conocedor de antemano de que al Sol le resulta absolutamente indiferente que
los hombres le erijan o no altares en su honor, advirtiendo que más
trascendencia tiene para la sociedad el uso y aprovechamiento de dicha fuente
de energía mediante, digamos, paneles solares. Nos encontramos ante dos tipos
de actitudes radicalmente distintas ante las cosas: la animista y la
científica.
La concepción animista-religiosa desprende de las cosas un conjunto
de contenidos éticos-normativos ineludibles así como cierto orden causal entre
mundo, cosas y objetos impregnados de espíritu y simbolismo y las acciones de
los hombres.
El espíritu científico rechaza ese orden de cosas, se sitúa en un
mundo aparte del puramente ético normativo, está, por así decirlo, más allá del
bien y del mal. Interviene impulsado por constreñimientos de orden práctico y
tecnológico y, desde luego, no se halla exenta de las relaciones de poder y
dominación que se establecen aunque en un orden inverso: el poder es fuente de
religiones, iconos, símbolos sagrados, etc,
mientras que la ciencia puede ser fuente de poder, entendido éste como
dominio tecnológico y, por tanto, como medio de control.
Las ideologías-institución, o bien, las
instituciones productoras de ideologías, solo pueden aspirar a construir
ideas-norma. Iglesias, Poderes del Estado y Partidos son las instituciones
productoras de normas por antonomasia, sus vidas transcurren (y solo pueden
transcurrir) a través de un universo normativo-imperativo porque, entre otras
cosas, es esa la razón misma de su existencia. De las citadas instituciones
emanan en abundancia cánones, estatutos, programas, encíclicas, leyes,
circulares, órdenes, cartas apostólicas. Toda institución, hija de la norma,
rezuma y produce normas como formas de manifestación de su existencia. En
cierto sentido, no crean conocimiento, crean realidad y regulan esas mismas
realidades sujetándolas a su propio orden.. Su concepto de lo real reviste la
forma de un principio normativo-imperativo y, en tal sentido, ese mundo solo
puede hallarse cargado de significado axiológico: mundo peor, mundo mejor,
mundo perfecto, mundo imperfecto..., de modo que su noción sobre las cosas es
al mismo tiempo una llamada a la acción sobre las cosas desde el plano
puramente ético.
El proyecto
ético-político científicamente fundamentado hace aguas por los cuatro costados,
y no es que no debamos a la ciencia nada
en el desarrollo de ciertas pautas de comportamiento o de llevarnos por
el mundo. La ciencia nos hace menos ilusos, menos dogmáticos, menos soberbios.
Pero de ello no se desprende que nos impela a actuar de uno u otro modo. El
cumplimiento de los mandatos emanados de la ley divina tal y como la entiende
Spinoza, cuyo incumplimiento, al implicar contradicción, resulta imposible[2] es un ámbito de decisión que se sitúa fuera
de la Ley moral.
¿Acaso es ética una prescripción facultativa?. Algunos sostienen que el
ecologismo es una ideología científicamente fundamentada y, por tanto, una actitud
ético-política guiada por la ciencia. Mantengo mis dudas al respecto. La
naturaleza totémica a la que rinden culto determinados ecologistas o la variante
administrativo-burocrática en sus políticas medioambientales con su tendencia a
crear espacios naturales protegidos, reproducen curiosamente los planteamientos
de tipo animista con sus territorios sagrados, sus santuarios naturales, etc,
etc. En suma de dichas actitudes se
puede afirmar de todo menos que se encuentren científicamente fundamentadas.
Se reduce el
círculo, se nos ha perdido el mito del progreso, las fundamentaciones
axiológicas de un presumible mundo mejor: ¿Acaso puede ser este un mundo
más solidario? Nuevamente saltan los resortes personalistas y
paternalistas. Se advierte, más que una opción por la progresión, una opción
decidida por la regresión: el apoyo mutuo (Kropotkin), la simbiosis, la
protección social. Los hombres, desprotegidos bajo la égira del Capital, añoran
tiempos mejores, las economías domésticas de Sismondi, la infancia
perdida, la Comunidad
primitiva, la protección materna, intrauterina y extrauterina. Pero si algo
queda claro es la imposibilidad de hacer operativas las categorías axiológicas
a las que cargamos de connotaciones positivas en un contexto estructural de
modificación y cambio social. Y menos aún de sincronizarlas con las tendencias
objetivas.
Toda progresión lleva incluida su propia regresión. No se trata de
escoger un menú con los ingredientes más apetitosos. Advertimos cómo los grandes paradigmas siempre han sido
antitéticos: libertad y seguridad, postulados básicos de los programas
políticos del mundo moderno, se repelen como los dos polos positivos de un
imán. Los eclecticismos: síntesis imaginarias elaboradas por mentes poco
apegadas a la realidad, donde el espacio de lo puramente desiderativo anula y
obstruye una percepción adecuada del mundo. Y por todos lados aparecen, lo
queramos o no, los finales ideales de la historia, los acabamientos políticos,
las eras estáticas de eterna dicha y felicidad[3] y, tras ellas, los mitos que acompañaron a
la humanidad desde el principio de los tiempos y que en realidad nunca se han
resistido a dejarla, una humanidad que sin el abrigo de los mitos se siente
sola y a la deriva.
Vemos mitos por doquier. Los defensores del orden actualmente
existente se aferran al mito de la presencialidad, los idealistas, puesta su
esperanza en nuevos órdenes venideros (el Principio Esperanza al que se
refería Ernst Bloch), escudriñan en sus perfectos futuribles. ¿El Futuro?, ¿La Revolución Tecnológica ?,
parece que esos efectos sólo benefician a un ínfima parte de la humanidad, la
que está interesada en si puede haber vida en Marte, en los Quásares, en la
microinformática, en el Fax, en el Vídeo. Pero mientras los Mac Luhan y
compañía hablan de una Aldea Global, una gigantesca masa humana tan sólo
tiene un problema: cómo sobrevivir. Es como si existieran varias humanidades o
si en esta aldea (aceptemos metafóricamente ese lenguaje) una pequeña
urbanización de lujo estuviera rodeada de cientos de miles de hectáreas de
chabolas donde ni por asomo se divisa la televisión o el ordenador (la
electricidad no existe) ni el automóvil (tampoco existen las carreteras ni la
gasolina).
Y el círculo se
acaba de cerrar totalmente. Las
actitudes vitales, pesimistas u optimistas, poco pueden aportar si es que
alguna vez su función haya sido aportar algo. Más bien, estas han sido el
efecto de determinada época. El siglo XVIII y, sobre todo, el siglo XIX, fueron
épocas dominadas por una fe en el progreso imparable de la razón hasta su
culminación final. Los ideólogos, historiadores, científicos y filósofos se pusieron manos a la obra. El optimismo
generado por esa época en la que se desmanteló el viejo orden y puso los
cimientos del nuevo no tenía precedentes en la historia. Los idearios
socialistas ya empezaron a forjarse bajo la Revolución Francesa
(Babeuf) y comenzaron a florecer a partir de la primera mitad del siglo XIX
(los socialistas utópicos: Owen, Saint-Simon, Fourier,..). la historia no podía
detenerse, ese era su imperativo, y
había de avanzar a toda costa. El barco de la historia tenía un rumbo fijado y
definido nítidamente, ya fuera hacia la
libertad, ya fuera hacia el socialismo.
Los intentos de capitán, mandos y
oficiales por retrasar su punto de llegada o de ir marcha atrás sólo ponían de
manifiesto la voluntad de las clases dominantes y gobernantes de impedir un
colapso final ciertamente inevitable. Ahora, sin embargo, las cosas se ven de
otro modo. En primer lugar, nada nos indica la existencia de un solo barco
encaminado hacia una sola dirección. Mejor sería pensar en toda una flota con
direcciones dispares, discordantes y ramificadas y con tiempos y velocidades
muy distintos, asfixiando las altas velocidades a las velocidades estáticas y a
las más bajas.
En segundo lugar, tampoco queda muy claro que se divise un solo
rumbo, un mismo destino y un solo punto de llegada. Y en medio un gran colapso
entre fuerzas centrípetas y contra-fuerzas centrífugas marcando lineas
direccionales imposibles de definir: asimilaciones, absorciones, integraciones,
descomposiciones. Verdaderamente cuesta
trabajo pensar en una solución final, si es que realmente es aquí posible
aplicar la dicotomía problema-solución, sobre todo teniendo en cuenta que en un
contexto histórico dar una solución a un problema implica generar un problema
distinto planteado sobre nuevos términos: las soluciones problematizan, y unos
problemas pueden plantearse como la solución a otros aunque en distinto
nivel. Así es como transcurre la
ciencia. Una ciencia agotada es aquella que da solución a todo de una vez por
todas. Una ciencia en avance es aquella que es capaz de reconvertir las
respuestas en nuevas preguntas.
Tomemos de nuevo
el hilo de la cuestión desde lo que se planteaba al principio del artículo: los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de
lo que se trata es de transformarlo. ¿Es solo una conclusión obtenida de la
propia interpretación del mundo?, ¿o bien, acaso es solo un buen deseo? Marx va
recogiendo su pensamiento a lo largo de su recorrido teórico. Entra en contacto
con el materialismo a través de los filósofos griegos, en particular le impacta
Epicuro, se adhiere a las tendencias filosóficas de la época, en concreto a
Hegel, asimila el humanismo ateo de Feuerbach. En su exilio francés conoce a
los primeros socialistas, contacta con Proudhon, de quien se distanciará más
tarde. Engels le informaría simultáneamente sobre la situación de la clase
obrera en Inglaterra. Esta nueva clase fascina a Marx. Son los primeros
oprimidos libres y en ellos encuentra un cuadro en blanco. La clase de los trabajadores es una clase embrutecida por el
trabajo, sus integrantes son profundamente
ignorantes pero, en virtud de esa misma ignorancia, se encuentran libres de los
prejuicios ideológicos y religiosos de las restantes clases: campesinado,
pequeña burguesía, intelectuales, siervos, etc.
No están ligados a la tierra ni a las tradiciones, es una clase sin
historia, sin propiedades y sin pasado.
Marx, consecuentemente, indaga sobre su
génesis histórica. Como más tarde reconocería en su carta a Weydemeyer, fueron
los historiadores franceses (Thierry, Guizot), y los economistas ingleses
(Smith, Ricardo,) quienes le suministrarían su materia prima teórica en orden al
conocimiento de la estructura y anatomía de la clase obrera, así como de la
lucha de clases. Marx vuelve a retomar a Hegel, tiene contacto directo con las
oleadas revolucionarias del 48 e inicia un estudio crítico y sistemático de la
economía política.
La conclusión de Marx, expresada en esa misma carta a
Weydemeyer, es que su mayor aportación ha consistido en demostrar que la lucha
de clases corresponde a un periodo histórico dado y que inevitablemente conduce
a la dictadura del proletariado. Marx
habla de necesidad histórica, de tendencia unívoca y general. Más tarde, eso
sí, circunscribiría esa tendencia exclusivamente al área de Europa Occidental,
pero lo expresará en términos bastante sospechosos en el plano ideológico:
fatalidad histórica, como si se tratara de un destino inevitable, de un futuro
que está escrito, como si una confluencia astral fatal determinara un único
sentido en la marcha de la historia.
Marx traza la existencia de dos clases
definitivamente antagonistas: burguesía y proletariado. Pero, ¿Acaso no han
sido también antagonistas la burguesía alemana respecto de la burguesía inglesa
y norteamericana y éstas últimas respecto de la burguesía japonesa (las dos
guerras mundiales acaecidas en este siglo no hacen más que confirmárnoslo)? No,
se nos dirá, se trata de clases dominantes con un mismo interés de clase que,
sin embargo, compiten por el mercado mundial, por los centros de extracción de
materias primas (colonias) en un primer lugar y, finalmente, por el mercado
mundial.
Pero, ¿Acaso no han sabido plegar las citadas burguesías a unos
unívocos intereses nacionales (el otro gran mito contemporáneo, el
Estado-Nación) al conjunto de las clases
sociales de los respectivos países en su pugna por el sistema y el mercado
mundial?
[1] Lo que no significa que no pueda haber excéntricos como
los hay en todos los campos. Al respecto, R. Dart narra cómo el
paleoantropólogo Robert Broom se presentó para conocer el cráneo del niño de
Taung: ...apareció de repente en mi laboratorio sin haber anunciado su visita,
pasó de largo por mi lado y por el de mi equipo, se fue hasta el banco donde
reposaba el cráneo y cayó de rodillas para adorar a nuestro antepasado. (Donald
Johanson: El Primer Antepasado del Hombre. Pág. 41. Ed. Planeta, Madrid, 1987.).
[3] La literatura, la novela, el teatro y el cine nos
cuentan historias. No son historias completas, son trozos de historia. El final
elegido siempre se presenta como el desenlace del conjunto de situaciones y
personajes que confluyen en la narración. El género melodramático es el que más
gusta al público: tras una serie de obstáculos, el héroe y la heroína los van
sorteando hasta su beso o boda final. Pero si ese final feliz se traslada al
comienzo de la historia, el público sabe por anticipado que ese es el principio
de una serie de tragedias a las que inevitablemente se verán abocados los
protagonistas. Si se hiciera una continuación de los cuentos infantiles
felizmente acabados, o sea, en boda,
como la Cenicienta
o Blancanieves, veríamos cómo versarían sobre conspiraciones palaciegas,
retorno de villanos, infidelidades del príncipe, divorcio, problemas con los
hijos, etc
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