jueves, 5 de abril de 2012

EL DIFÍCIL IMPERATIVO





                Los filósofos no han hecho más que interpretar de
diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
 transformarlo (Karl Marx: Onceava tesis sobre Feuerbach).

La transición de la gnoseología al normativismo viene sintetizada en esta frase lapidaria. El imperativo marxiano es categórico u ontológico-deductivo: el paso siguiente de la interpretación es la acción, es algo así como su culminación necesaria. Interpretar el mundo debe entenderse como combatir el mundo. Marx no llamaba a dejar de interpretar el mundo para pasar acto seguido a la acción, pues su crítica de la economía política era una crítica directamente beligerante, y en este punto, Marx conecta con el paradigma de la Ilustración. La confección de La Enciclopedia supuso la puesta en marcha de un ingente proyecto encaminado a modificar, por la vía del conocimiento, el mundo anterior. En tal sentido, el conocimiento, en tanto que suplantación, tenía encomendada una función claramente beligerante con ese mundo al que se deseaba transformar. 

Los Philosophes y Marx tuvieron en común la valoración del conocimiento como arma revolucionaria. Eran épocas de revolución y conmoción social que partieron de la idea de que el papel del intelectual era desenmascarar los resortes de legitimación imperantes, poner de manifiesto la verdad, así desnuda que, como tal, pondría en marcha la construcción del orden deseado. Eran épocas de creencia en el progreso, donde cualquier hito en el conocimiento, a la vez que dinamitaba los cimientos del orden existente, ponía los ladrillos del nuevo orden. Fueron épocas cargadas de una buena dosis de optimismo histórico. Para construir el nuevo mundo bastaba con la crítica. Para los Philosophes el blanco a abatir era el sistema de privilegios y el objetivo a apuntar eran las supersticiones religiosas. Para los socialistas el blanco a abatir eran las clases sociales y el objetivo a apuntar, las relaciones de producción capitalistas, formas estas aprisionadoras de los contenidos energéticos dinamizadores del desarrollo social: la producción y el trabajo. Las barreras se encontraban, en uno y otro caso, perfectamente delimitadas y la acción se presentaba como consecuencia lógica y necesaria de la misma actividad teórica. En esta misma línea Kant intenta compaginar el orden racional con el orden moral, someter a los dictados de la razón la base de la norma moral, lo que dió en llamar Imperativo Categórico.

Pero seguimos atrapados en los presupuestos de un cierto tipo de gnoseología normativa. Desde cierto punto de vista, interpretar la realidad de una forma implica indicar el modo en que ésta se debe interpretar, aunque de aquí no podemos concluir alegremente que el uso de un determinado método científico tenga consecuencias normativo-éticas o normativo-políticas, sino tan solo normativo-metodológicas o normativo-gnoseológicas, de modo que el severo juez que, a fin de cuentas, sancionará la observancia o inobservancia de tal o cual mandamiento metodológico no puede ser otro que la misma realidad. En las construcciones teológicas la interpretación de la realidad se encuentra mediada por la institución: interpretar la creación del hombre por dios se entiende como predicar la sumisión absoluta del hombre a la divinidad y, por tanto, al universo interpretativo de la voluntad de esa divinidad personificado en la institución. ¿Se puede deducir algo parecido de la teoría del origen de la vida a partir del caldo prebiótico?. Por supuesto que no. La conexión científica nada tiene que ver con la conexión religiosa. Las categorías de mediación son distintas y en ningún caso son extrapolables. 

La conexión con el absoluto que realiza el creyente no es nunca cognitiva por mucho que los ingredientes psíquicos que conlleva toda mediación institucional generen en algunos casos apariencias de experiencia real. En todo caso, la neurosis religiosa es una cuestión aparte.  La contundencia con la que se ponen de manifiesto las estructuras apriorísticas tiene como efecto anular cualquier esfuerzo en el plano cognoscitivo o bien reorientarlo en ese mismo sentido prefigurado.  Idéntica forma de operar e intervenir en la realidad es la que ocupa al astrólogo con ese sistema de conexiones imaginarias que observa entre las constelaciones, los individuos y su porvenir.  

La ciencia no puede aspirar a establecer una línea directa con el absoluto, entre otras cosas porque rechaza ese concepto y la modestia de sus medios en relación al todo se lo impide. Se puede aceptar un absoluto filosófico indeterminado, un primer género de materialidad al modo de Spinoza necesariamente vacío de contenidos positivos y, lo que no se puede y, sin embargo, se ha hecho, es abusar de la hipótesis hasta el extremo de la especulación, tal y como ha sucedido con la teoría del Big-Bang. 

Aún así, del conocimiento científico tomado en sí mismo no se desprende relación alguna de poder. A ningún científico mínimamente sensato se le ocurriría adorar al átomo de hidrógeno ni elevar a los altares al caldo prebiótico[1]. 

Muchas culturas han observado, con razón, que el sol es fuente de vida y en concordancia con ello han instituido el culto al Dios Sol. El espíritu científico se detendría en la primera constatación, conocedor de antemano de que al Sol le resulta absolutamente indiferente que los hombres le erijan o no altares en su honor, advirtiendo que más trascendencia tiene para la sociedad el uso y aprovechamiento de dicha fuente de energía mediante, digamos, paneles solares. Nos encontramos ante dos tipos de actitudes radicalmente distintas ante las cosas: la animista y la científica. 

La concepción animista-religiosa desprende de las cosas un conjunto de contenidos éticos-normativos ineludibles así como cierto orden causal entre mundo, cosas y objetos impregnados de espíritu y simbolismo y las acciones de los hombres. 

El espíritu científico rechaza ese orden de cosas, se sitúa en un mundo aparte del puramente ético normativo, está, por así decirlo, más allá del bien y del mal. Interviene impulsado por constreñimientos de orden práctico y tecnológico y, desde luego, no se halla exenta de las relaciones de poder y dominación que se establecen aunque en un orden inverso: el poder es fuente de religiones, iconos, símbolos sagrados, etc,  mientras que la ciencia puede ser fuente de poder, entendido éste como dominio tecnológico y, por tanto, como medio de control.  

Las ideologías-institución, o bien, las instituciones productoras de ideologías, solo pueden aspirar a construir ideas-norma. Iglesias, Poderes del Estado y Partidos son las instituciones productoras de normas por antonomasia, sus vidas transcurren (y solo pueden transcurrir) a través de un universo normativo-imperativo porque, entre otras cosas, es esa la razón misma de su existencia. De las citadas instituciones emanan en abundancia cánones, estatutos, programas, encíclicas, leyes, circulares, órdenes, cartas apostólicas. Toda institución, hija de la norma, rezuma y produce normas como formas de manifestación de su existencia. En cierto sentido, no crean conocimiento, crean realidad y regulan esas mismas realidades sujetándolas a su propio orden.. Su concepto de lo real reviste la forma de un principio normativo-imperativo y, en tal sentido, ese mundo solo puede hallarse cargado de significado axiológico: mundo peor, mundo mejor, mundo perfecto, mundo imperfecto..., de modo que su noción sobre las cosas es al mismo tiempo una llamada a la acción sobre las cosas desde el plano puramente ético.

El proyecto ético-político científicamente fundamentado hace aguas por los cuatro costados, y no es que no debamos a la ciencia nada  en el desarrollo de ciertas pautas de comportamiento o de llevarnos por el mundo. La ciencia nos hace menos ilusos, menos dogmáticos, menos soberbios. Pero de ello no se desprende que nos impela a actuar de uno u otro modo. El cumplimiento de los mandatos emanados de la ley divina tal y como la entiende Spinoza, cuyo incumplimiento, al implicar contradicción, resulta imposible[2] es un ámbito de decisión que se sitúa fuera de la Ley moral. ¿Acaso es ética una prescripción facultativa?. Algunos sostienen que el ecologismo es una ideología científicamente fundamentada y, por tanto, una actitud ético-política guiada por la ciencia. Mantengo mis dudas al respecto. La naturaleza totémica a la que rinden culto determinados ecologistas o la variante administrativo-burocrática en sus políticas medioambientales con su tendencia a crear espacios naturales protegidos, reproducen curiosamente los planteamientos de tipo animista con sus territorios sagrados, sus santuarios naturales, etc, etc.  En suma de dichas actitudes se puede afirmar de todo menos que se encuentren científicamente fundamentadas.

Se reduce el círculo, se nos ha perdido el mito del progreso, las fundamentaciones axiológicas de un presumible mundo mejor: ¿Acaso puede ser este un mundo más solidario? Nuevamente saltan los resortes personalistas y paternalistas. Se advierte, más que una opción por la progresión, una opción decidida por la regresión: el apoyo mutuo (Kropotkin), la simbiosis, la protección social. Los hombres, desprotegidos bajo la égira del Capital, añoran tiempos mejores, las economías domésticas de Sismondi, la infancia perdida, la Comunidad primitiva, la protección materna, intrauterina y extrauterina. Pero si algo queda claro es la imposibilidad de hacer operativas las categorías axiológicas a las que cargamos de connotaciones positivas en un contexto estructural de modificación y cambio social. Y menos aún de sincronizarlas con las tendencias objetivas. 

Toda progresión lleva incluida su propia regresión. No se trata de escoger un menú con los ingredientes más apetitosos. Advertimos cómo  los grandes paradigmas siempre han sido antitéticos: libertad y seguridad, postulados básicos de los programas políticos del mundo moderno, se repelen como los dos polos positivos de un imán. Los eclecticismos: síntesis imaginarias elaboradas por mentes poco apegadas a la realidad, donde el espacio de lo puramente desiderativo anula y obstruye una percepción adecuada del mundo. Y por todos lados aparecen, lo queramos o no, los finales ideales de la historia, los acabamientos políticos, las eras estáticas de eterna dicha y felicidad[3] y, tras ellas, los mitos que acompañaron a la humanidad desde el principio de los tiempos y que en realidad nunca se han resistido a dejarla, una humanidad que sin el abrigo de los mitos se siente sola y a la deriva. 

Vemos mitos por doquier. Los defensores del orden actualmente existente se aferran al mito de la presencialidad, los idealistas, puesta su esperanza en nuevos órdenes venideros (el Principio Esperanza al que se refería Ernst Bloch), escudriñan en sus perfectos futuribles. ¿El Futuro?, ¿La Revolución Tecnológica?, parece que esos efectos sólo benefician a un ínfima parte de la humanidad, la que está interesada en si puede haber vida en Marte, en los Quásares, en la microinformática, en el Fax, en el Vídeo. Pero mientras los Mac Luhan y compañía hablan de una Aldea Global, una gigantesca masa humana tan sólo tiene un problema: cómo sobrevivir. Es como si existieran varias humanidades o si en esta aldea (aceptemos metafóricamente ese lenguaje) una pequeña urbanización de lujo estuviera rodeada de cientos de miles de hectáreas de chabolas donde ni por asomo se divisa la televisión o el ordenador (la electricidad no existe) ni el automóvil (tampoco existen las carreteras ni la gasolina).

Y el círculo se acaba de cerrar totalmente.  Las actitudes vitales, pesimistas u optimistas, poco pueden aportar si es que alguna vez su función haya sido aportar algo. Más bien, estas han sido el efecto de determinada época. El siglo XVIII y, sobre todo, el siglo XIX, fueron épocas dominadas por una fe en el progreso imparable de la razón hasta su culminación final. Los ideólogos, historiadores, científicos y filósofos  se pusieron manos a la obra. El optimismo generado por esa época en la que se desmanteló el viejo orden y puso los cimientos del nuevo no tenía precedentes en la historia. Los idearios socialistas ya empezaron a forjarse bajo la Revolución Francesa (Babeuf) y comenzaron a florecer a partir de la primera mitad del siglo XIX (los socialistas utópicos: Owen, Saint-Simon, Fourier,..). la historia no podía detenerse, ese era su imperativo,  y había de avanzar a toda costa. El barco de la historia tenía un rumbo fijado y definido nítidamente,  ya fuera hacia la libertad, ya fuera hacia el socialismo. 

Los intentos de capitán, mandos y oficiales por retrasar su punto de llegada o de ir marcha atrás sólo ponían de manifiesto la voluntad de las clases dominantes y gobernantes de impedir un colapso final ciertamente inevitable. Ahora, sin embargo, las cosas se ven de otro modo. En primer lugar, nada nos indica la existencia de un solo barco encaminado hacia una sola dirección. Mejor sería pensar en toda una flota con direcciones dispares, discordantes y ramificadas y con tiempos y velocidades muy distintos, asfixiando las altas velocidades a las velocidades estáticas y a las más bajas. 

En segundo lugar, tampoco queda muy claro que se divise un solo rumbo, un mismo destino y un solo punto de llegada. Y en medio un gran colapso entre fuerzas centrípetas y contra-fuerzas centrífugas marcando lineas direccionales imposibles de definir: asimilaciones, absorciones, integraciones, descomposiciones.  Verdaderamente cuesta trabajo pensar en una solución final, si es que realmente es aquí posible aplicar la dicotomía problema-solución, sobre todo teniendo en cuenta que en un contexto histórico dar una solución a un problema implica generar un problema distinto planteado sobre nuevos términos: las soluciones problematizan, y unos problemas pueden plantearse como la solución a otros aunque en distinto nivel.  Así es como transcurre la ciencia. Una ciencia agotada es aquella que da solución a todo de una vez por todas. Una ciencia en avance es aquella que es capaz de reconvertir las respuestas en nuevas preguntas.

Tomemos de nuevo el hilo de la cuestión desde lo que se planteaba al principio del artículo: los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. ¿Es solo una conclusión obtenida de la propia interpretación del mundo?, ¿o bien, acaso es solo un buen deseo? Marx va recogiendo su pensamiento a lo largo de su recorrido teórico. Entra en contacto con el materialismo a través de los filósofos griegos, en particular le impacta Epicuro, se adhiere a las tendencias filosóficas de la época, en concreto a Hegel, asimila el humanismo ateo de Feuerbach. En su exilio francés conoce a los primeros socialistas, contacta con Proudhon, de quien se distanciará más tarde. Engels le informaría simultáneamente sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra. Esta nueva clase fascina a Marx. Son los primeros oprimidos libres y en ellos encuentra un cuadro en blanco. La clase de los  trabajadores es una clase embrutecida por el trabajo, sus integrantes  son profundamente ignorantes pero, en virtud de esa misma ignorancia, se encuentran libres de los prejuicios ideológicos y religiosos de las restantes clases: campesinado, pequeña burguesía, intelectuales, siervos, etc.  No están ligados a la tierra ni a las tradiciones, es una clase sin historia, sin propiedades y sin pasado. 

Marx, consecuentemente, indaga sobre su génesis histórica. Como más tarde reconocería en su carta a Weydemeyer, fueron los historiadores franceses (Thierry, Guizot), y los economistas ingleses (Smith, Ricardo,) quienes le suministrarían su materia prima teórica en orden al conocimiento de la estructura y anatomía de la clase obrera, así como de la lucha de clases. Marx vuelve a retomar a Hegel, tiene contacto directo con las oleadas revolucionarias del 48 e inicia un estudio crítico y sistemático de la economía política. 

La conclusión de Marx, expresada en esa misma carta a Weydemeyer, es que su mayor aportación ha consistido en demostrar que la lucha de clases corresponde a un periodo histórico dado y que inevitablemente conduce a la dictadura del proletariado.  Marx habla de necesidad histórica, de tendencia unívoca y general. Más tarde, eso sí, circunscribiría esa tendencia exclusivamente al área de Europa Occidental, pero lo expresará en términos bastante sospechosos en el plano ideológico: fatalidad histórica, como si se tratara de un destino inevitable, de un futuro que está escrito, como si una confluencia astral fatal determinara un único sentido en la marcha de la historia.

Marx traza la existencia de dos clases definitivamente antagonistas: burguesía y proletariado. Pero, ¿Acaso no han sido también antagonistas la burguesía alemana respecto de la burguesía inglesa y norteamericana y éstas últimas respecto de la burguesía japonesa (las dos guerras mundiales acaecidas en este siglo no hacen más que confirmárnoslo)? No, se nos dirá, se trata de clases dominantes con un mismo interés de clase que, sin embargo, compiten por el mercado mundial, por los centros de extracción de materias primas (colonias) en un primer lugar y, finalmente, por el mercado mundial. 

Pero, ¿Acaso no han sabido plegar las citadas burguesías a unos unívocos intereses nacionales (el otro gran mito contemporáneo, el Estado-Nación)  al conjunto de las clases sociales de los respectivos países en su pugna por el sistema y el mercado mundial? 




               






[1] Lo que no significa que no pueda haber excéntricos como los hay en todos los campos. Al respecto, R. Dart narra cómo el paleoantropólogo Robert Broom se presentó para conocer el cráneo del niño de Taung: ...apareció de repente en mi laboratorio sin haber anunciado su visita, pasó de largo por mi lado y por el de mi equipo, se fue hasta el banco donde reposaba el cráneo y cayó de rodillas para adorar a nuestro antepasado. (Donald Johanson: El Primer Antepasado del Hombre. Pág. 41. Ed. Planeta, Madrid, 1987.).
[2]Baruch Spinoza: Tratado Teológico-Político. Págs. 142-143. Alianza Editorial, 1986, Madrid.
[3] La literatura, la novela, el teatro y el cine nos cuentan historias. No son historias completas, son trozos de historia. El final elegido siempre se presenta como el desenlace del conjunto de situaciones y personajes que confluyen en la narración. El género melodramático es el que más gusta al público: tras una serie de obstáculos, el héroe y la heroína los van sorteando hasta su beso o boda final. Pero si ese final feliz se traslada al comienzo de la historia, el público sabe por anticipado que ese es el principio de una serie de tragedias a las que inevitablemente se verán abocados los protagonistas. Si se hiciera una continuación de los cuentos infantiles felizmente acabados, o sea,  en boda, como la Cenicienta o Blancanieves, veríamos cómo versarían sobre conspiraciones palaciegas, retorno de villanos, infidelidades del príncipe, divorcio, problemas con los hijos, etc

No hay comentarios:

Publicar un comentario