martes, 17 de enero de 2012

Conspiracionismo, mecanismo ideológico desencadenante del terror organizado



La teoría de la conspiración y el complot ocupa un lugar de honor dentro de las mitologías políticas con las que casi todos los poderes reaccionarios del universo han pretendido legitimar su existencia y su represión sin límites. Represiones indiscriminadas, prácticas de genocidio,  incluso gratuitas, como las que han tenido como víctimas a brujas y judíos, se han producido a lo largo de la historia con el mero objetivo de servir de factor aglutinante de grandes masas de la población en torno a la institución represora. 

En más de una ocasión el mito conspirativo ha rendido sus servicios como agente catalizador de los temores y odios de una población en crisis y en proceso de desestructuración generalmente al borde del colapso económico. Si a unos temores incontrolados y a unos odios desbordantes se les pone por delante una fácil presa en la que puedan descargar la rabia y la indignación contenida, la masa acudirá como una fiera a ejecutar su venganza, y si su objetivo es un grupo social desorganizado e indefenso como el judío o aquellas mujeres que vivían  apartadas del mundo como las brujas de los siglos XVI y XVII, tanto mayor será la eficacia de una acción alevosa.

No hay matanza o genocidio sin recurso ideológico que lo legitime. Cuando la invocación a la Patria o a la Fe por sí mismas no son suficientes, la paranoia del complot dota de los recursos necesarios para emprender una acción represiva de magnitudes descomunales proporcional al enemigo que se pretende abatir.  Los complots tienen generalmente magnitud internacional, pero esa es una respuesta a la reacción internacional de repulsa que produce una actuación represiva descomunal. En la España franquista se extendió el concepto, usado por el mismo tirano, de contubernio judeo-masónico marxista, etc.  Tras el bloqueo internacional al régimen, llevado a cabo tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los aparatos ideológicos empezaron a usar ese concepto. La idea de una camarilla de judíos, masones y marxistas concertados para conspirar contra el último bastión de la cristiandad occidental resultaba la mar de estimulante. Cualquier acción de protesta interna o externa reconducía a los hilos de quien, en última instancia, manejaba esa trama organizada.  Quien haya leído los escritos de Carrero Blanco, firmados bajo el seudónimo Juan de la Cosa, sobre los masones advertirá hasta que punto la alucinación y el delirio pueden atormentar la estrecha mente de un fascista.

La masonería, sociedad secreta y elitista de la era moderna, si bien tuvo un papel destacado a lo largo del siglo XIX en la organización de las revueltas liberales, no se puede decir que tuviera el mismo peso en los movimientos de masas que han caracterizado el presente siglo. No obstante, en los militares tradicionalistas y conservadores de comienzos del presente siglo, como el dictador Franco, quedaba un claro resentimiento hacia militares de orientación liberal como Riego o Prim de clara afiliación masónica.

El judaísmo, por el contrario, nunca ha sido un movimiento organizado con aspiraciones universales y menos aún conspirativas, con independencia de la solidaridad entre sus miembros que genera todo grupo cerrado. La religión madre del cristianismo, por su carácter endógeno y cerrado a sus miembros, ha ocupado en occidente un lugar destacado como chivo expiatorio universal. Los Pogromos organizados contra las juderías medievales, la expulsión de los judíos de Castilla en el siglo XV, el antisemitismo eslavo y centroeuropeo, plasmado en esa simonía llamada "Protocolos de los Sabios de Sión", confeccionada por la Okhrana zarista y que condujo finalmente al Holocausto Nazi, ponen de manifiesto cómo el odio a los judíos ha servido como catalizador cara a la consecución de ciertos objetivos, bien para distraer la atención en determinadas situaciones de crisis, bien para articular unificaciones nacionales o religiosas, exactamente igual a la caza de brujas que tuvo lugar durante el siglo XVII. Las mujeres acusadas de tener contacto carnal con Satanás por los puritanos e inquisidores fueron el chivo expiatorio de la gran crisis religiosa posterior a la Contrarreforma.

La Guerra Fría fue todo un caldo de cultivo propicio para la ideación de teorías conspirativas. Los dos imperios que por entonces se disputaban la hegemonía mundial tenían convenientemente a mano la explicación de las causas de cualquier crisis interna que se produjera en su propio campo en la conspiración conjunta de los servicios secretos del bloque oponente. Para justificar la intervención económica y militar en la guerra civil de El Salvador, la administración Reagan aducía que la guerrilla había sido financiada e instruida por agentes secretos soviéticos y cubanos. Los rebeldes centroamericanos , por su parte, supieron responder muy bien a los ideólogos de la conspiración, en el sentido de que el agente causante de la rebelión no era el KGB ni el oro de Moscú sino las profundas desigualdades sociales existentes y la política terrorista y represiva de la dictadura apoyada por Washington. En el otro lado se decía que tras la revuelta polaca estaban activamente inmersos elementos antisocialistas financiados por la CIA. Los burócratas gobernantes, sin embargo, por razones de conveniencia política, no quisieron responsabilizar a la Iglesia, involucrada directamente en el asunto. En cualquier caso, los dirigentes de ambas superpotencias sabían muy bien que tras los acuerdos de Yalta y Postdam el mundo había sido repartido en áreas de influencia. Así nos encontramos con que tras la invasión de la isla de Granada los soviéticos ni pestañearon, ese no era su cortijo. A la persecución indiscriminada de artistas, escritores y guionistas de Holliwood que se produjo en la década de los cincuenta se le llamó, con razón, la Caza de Brujas. El maccarthismo activó los resortes ideológicos más simples propios de un contexto represivo, cualquier película u obra de teatro mínimamente crítica había de ser producto de un complot orquestado por los servicios secretos soviéticos. Walt Disney, además de dibujar unos preciosos ratoncitos y unos patitos simpatiquísimos, tuvo el honor de ser el más fanático, paranoico y activo delator de artistas bajo la era del maccarthismo. Su paranoia llegaba a tal extremo que hasta en la forma de dibujar de algunos de sus dibujantes o de gesticular de algunos actores advertía la existencia de consignas lanzadas por la conspiración comunista internacional.

Las ideologías conspirativas se asocian, como acabo de poner de manifiesto, a determinados contextos represivos. Lo esquemático y simplificante de tales ideologías se puede reducir a la búsqueda de un sujeto perfectamente identificado social y personalmente, al que se le puedan imputar toda suerte de desdichas y calamidades sociales. A las brujas del siglo XVII se las acusó de todo lo acusable, de ser las responsables de las sequías, las inundaciones, las epidemias, las plagas y demás desastres naturales generadores de hambrunas. A los demagogos nazis, por su parte, les resultó la mar de fácil además de rentable políticamente culpar a los judíos de la crisis alemana de los años treinta, de sus planes de hundir Alemania en la miseria, etc. Un público desesperado, hambriento y al borde del colapso, ávido de poner en marcha su instinto de venganza es el mejor caldo de cultivo de la demagogia. Ingentes masas pequeñoburguesas desarticuladas, un lumpemproletariado cada vez más amplio, exigían a gritos culpables en los que materializar su odio desbocado y su ánimo de venganza y, lógicamente, el nazismo se lo sirvió en bandeja. Por lo que respecta a la Rusia de Stalin, los trotskistas y bujarinistas fueron perfectamente intercambiables con las brujas del siglo XVII y los judíos de la propaganda de Goebels, caracterizados en el discurso oficial como el diablo que nos mostraban en el Catecismo: el compendio de todos los males sin mezcla de bien alguno. Según la propaganda stalinista los citados traidores se habían vendido a la Gestapo, al Imperialismo y a yo no se que más y, lógicamente, conspiraban contra el Poder Soviético. A los últimos dirigentes bolcheviques se les arrancaron, mediante torturas, naturalmente, confesiones asombrosas sobre sus connivencias con los poderes ocultos del imperialismo y el nazismo que los habrían de conducir directamente al paredón. Y es que los autócratas que, evidentemente tienen enemigos, necesitan crearlos a la imagen y semejanza de las estructuras de un pensamiento mitológico y simplificante, integrarlos en sus simples esquemas conspirativos y, con base a dicha teoría, dar y encontrar una explicación a todo, incluso a fenómenos debidos a la misma desidia burocrática del sistema, a la lentitud en el cumplimiento de los planes, a las hambrunas causadas por la ineficiencia de los funcionarios del nuevo régimen... detrás de todo se habían de encontrar los conspiradores trotskistas que, deseosos de liquidar la revolución de octubre, recurrían al sabotaje, al terrorismo, al soborno, a la extorsión y a todo lo que se quiera.

 El pensamiento conspirativo cuaja bastante bien en la medida en que ofrece explicaciones totales y exhaustivas de los fenómenos así como de sus relaciones causales, culminando en la perfecta identificación de un culpable individual y colectivo de las desdichas y calamidades. Si se pretende desprestigiar a las compañías madereras basta con responsabilizarlas de los incendios forestales que se producen durante los veranos, que, en parte, no digo que no, puede que estén involucradas, aunque en la misma proporción en que lo pueda estar el psicópata pirómano, las disputas sobre lindes o derechos de fincas, los problemas entre los miembros de los cotos de caza, el éxodo rural y consecutivo abandono de la explotación de los recursos naturales de los bosquez con tareas como desbroces, podas, etc, etc . Si se pretende desprestigiar el movimiento antinuclear bastará con escudriñar un poder oculto, unos intereses manifiestos para que esa forma de energía no prospere: las multinacionales del petróleo. La prensa y la televisión amarillas saben muy bien lo rentable que resulta comercialmente el recurso a la tesis conspirativa. De cualquier modo, vende muy bien dejar sentado que los accidentes no sean tales accidentes, sino complots organizados (como el accidente de la princesa de Gales, orquestado, según ciertos medios, por los servicios secretos británicos), donde las  autoridades secretas y ocultas mueven sus misteriosos hilos. Todo puede ser producto de una conspiración, incluso el SIDA, pues, el que se extendiera durante la era Reagan dió lugar a que se pensara que el vacilo fuera fabricado y sintetizado a propósito, con el objeto de combatir la homosexualidad, la promiscuidad sexual y la drogodependencia.

La mayor ventaja de las tesis conspirativas radica generalmente en su absoluta indemostrabilidad siendo un cajón de sastre en el que se pueden apilar los elementos de la conspiración más variopintos: el contubernio judeo-masónico-marxista-capitalista es, además de una fábula, una ensaladilla indigerible, salvo para las obtusas mentes fascistas que fueron capaces de señalarlo. Por otro lado, el de la comunicación de masas, la prensa amarilla, fiel a la máxima de Goebels de que una mentira descomunal acaba convirtiéndose en verdad, puede permitirse el lujo de fabular todos los complots imaginables. Sabe que el público digiere y asimila mejor una interpretación descabellada caracterizada por su radical simpleza e indemostrabilidad que una interpretación que se atenga a los hechos y a la concatenación compleja de los fenómenos dejando los huecos y los interrogantes pertinentes en lo que se refiere a la explicación de las claves de determinados sucesos.
















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