viernes, 6 de enero de 2012

LOS MARGENES SON MAS IMPORTANTES QUE LOS NUCLEOS


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Un aspecto de la realidad y de la dinámica de los fenómenos históricos, biológicos y sociales, que puede llegar a ser básico aunque casi siempre en todas las grandes construcciones teóricas y científicas tiende a ser relegado por su insignificancia es el de marginalidad. 

Los grandes sistemas teóricos casi siempre, en su visión de totalidad, cometen el error garrafal de deducir la viabilidad y posibilidades futuras del sistema, en rasgos generales, sobre la base de sus grandes contradicciones centrales/nucleares. El marxismo, por ejemplo, del centro mismo del sistema, de la contradicción trabajo/capital desprende la viabilidad del sistema así como sus posibilidades futuras y de camino se olvida de los fenómenos marginales que, por su intrascendencia, no merecen ser tenidos en consideración. Sin embargo, si algo nos ha demostrado la historia, tanto biológica como social, ha sido el relevante papel que ha jugado lo marginal y lo insignificante, de aquello que no se ha situado en el momento decisivo en el centro del conflicto aunque más tarde haya ido desplazando paulatinamente los grandes sistemas, incluidas sus gigantescos sistemas de contradicciones, hasta sustituirlos por completo. 

En la historia humana se habla de la importancia del trabajo, del esfuerzo, de la técnica, de las grandes construcciones faraónicas y científicas, de las grandes guerras y las grandes batallas, a la par que se olvidan de que la técnica en sus comienzos no fue un principio de supervivencia sino un fenómeno marginal, un puro entretenimiento surgido en los momentos de ocio de los primeros homínidos. Antes de hablar de las inmensas creaciones del trabajo había que destacar que en sus inicios la técnica pudo ser algo similar a la que emplean los actuales chimpancés en los termiteros, algo inesencial para su supervivencia que les sirve para matar el tiempo en un ambiente relajado a la par que se entretienen viendo como las termitas se agarran al tallo-trampa que les tienden y de camino degustan una golosina. 

Olvidan igualmente que hace más de setenta millones de años, entre Brontosaurios, Tiranosaurius Rex y Triceratops, criaturas enormes y esculturales, unas invisibles e insignificantes musarañas acabarían desplazando ese reino de gigantes. Olvidan que mientras los Cruzados Medievales se desangraban en su lucha contra los Sarracenos por la Fe y los Santos Lugares, no podían ni imaginar que los vulgares y plebeyos villanos que vivían arrinconados ejerciendo labores artesanas y de comercio en las urbes serían los encargados de desplazar, aniquilar y enterrar ese mundo de Nobles, Reyes y Pares. ¿Qué lección podemos obtener de todo esto?, sencillamente, que lo insignificante no es siempre tan insignificante como parece, que lo marginal e insustancial, según la Gestalt que aplican los académicos y eruditos, puede llegar a convertirse en lo realmente importante y relevante. 

                       
Tampoco las grandes construcciones del pensamiento han salido de los claustros universitarios ni de las fuentes institucionales de la sabiduría ni de las cátedras más prestigiosas. Siempre que ha surgido algo importante ha sido precisamente a pesar de esas instituciones, y ha partido de las personas más insospechadas. Un monje agustino austriaco (que pasó desapercibido en su tiempo), recluido en el huerto del monasterio de Brno, sentó las bases de la genética moderna, un clérigo polaco del siglo XVI (que también pasó desapercibido) desmoronó el sistema geocéntrico, un joven físico judío alemán marginado del mundo académico sentó a principios de siglo una auténtica revolución en la física, un astrónomo italiano del siglo XVI perseguido por la Inquisición descubrió el telescopio, un filósofo-economista alemán del siglo XIX, entre el exilio, la enfermedad y la miseria, esculpió la obra más gigantesca del pensamiento económico de todos los tiempos. ¿Porqué? Las sabidurías y las ciencias institucionales son siempre conservadoras y anquilosantes. 

La ciencia institucionalizada no atiende realmente al conocimiento sino al status consagrado de los próceres de la sabiduría, catedráticos universitarios y monopolizadores de la ciencia que de modo continuo son adulados por sus subalternos y agasajados por los gobiernos. De ahí, lógicamente, no podía salir nada bueno, no podía desprenderse creatividad alguna. Los “honorables” lores británicos que regentaban el Museo Británico, Sir Arthur Keith y compañía, elevaron a los altares el cráneo falsificado del primer inglés a la par que se mofaban insistentemente del primer hallazgo fósil de un homínido africano (¿cómo iban a proceder de la colonizada y subdesarrollada África los primeros seres inteligentes?). Ante lo nuevo, los científicos oficiales no dan más de sí. Así, cuando se produjo el hallazgo del primer hombre de neandertal en 1856 las máximas autoridades académicas, los más expertos anatomistas de la época se pronunciaron sobre el descubrimiento con tesis para todos los gustos. Unos decían que no se trataba de un hombre primitivo, sino de un cosaco mongol que formaba parte de la caballería rusa que persiguió a Napoleón en 1814 y que tras desertar se había retirado a una cueva para morir, otros que el arqueamiento de sus piernas se debía a que padecía raquitismo y que el dolor que le producía esa enfermedad le hizo fruncir el ceño habitualmente, de ahí la anchura de sus arcos superciliares.



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