domingo, 8 de enero de 2012

La relación masas/èlites: A propósito de Ortega


Considerándolo de interés para la comprensión de la relación existente entre  liderazgo y mediación, escribo este artículo para someter a breve análisis la doctrina del filósofo madrileño José Ortega y Gasset sobre la relación masas/èlites, que  quedó manifiestamente expuesta en el más universal de sus escritos, aparece en la segunda parte de España Invertebrada aplicada a los males que aquejan a España. Ortega describe unos síntomas: la invertebración vertical y horizontal de España, y encuentra sus causas en la desarticulación de la relación masas/èlites:



En suma: donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya[1].



El problema de España radica en que no hay líderes, pero, ¿porqué no hay líderes? porque no hay masas que sepan actuar como tales, que estén dispuestas a asumir su papel, su biológica misión[2]; y este papel  sólo puede ser pasivo, consistiendo éste en que consientan las mayorías la activa influencia de las minorías. Si las masas pretenden ser dirigentes no puede haber articulación entre masas y minorías, es decir, vertebración de la nación. No obstante los postulados aristocratistas en que se halla inmerso su pensamiento, el autor capta la realidad de los llamados grandes hombres como producto de la energía social que la masa ha depositado en ellos[3]

El gran hombre no es nada en sí y por sí, sino por la masa que le sigue. La  justeza de esta tesis está fuera de toda duda. El liderazgo, más que una cualidad innata al individuo, una vez que ésta queda plasmada y objetivada, se convierte en una relación social dinámica, en una fuerza social estructurada con  vasos comunicantes que se establecen entre el líder, dirigente o sujeto que personifica el liderazgo y la masa que  está dispuesta a seguirlo activamente y lo secundará en la medida en que sepa captar el conjunto de aspiraciones y necesidades de las masas, integrarlas, estructurarlas y encauzarlas en una línea de acción determinada.

Pero aquí se parte de la premisa de que la relación minorías selectas/masas  sólo puede ser condición de progreso y modernidad en la medida en que las primeras dirijan y elaboren las ideas y las segundas se limiten a obedecer, acatar y ser dirigidas: en suma, minorías activas, por un lado, y masas pasivas, por otro. Esa sería para Ortega una sociedad saludable.



 No podemos más que destacar que la existencia misma de minorías que monopolizan los conocimientos, la ciencia, la técnica, el arte, la filosofía, la política, etc., y que se opone a una inmensa mayoría carente de dichos conocimientos y aptitudes es un producto histórico de ese proceso de expropiación (material y espiritual) que culmina, en su forma más acabada, en las sociedades capitalistas. El monopolio de una clase sobre los medios de producción, implica también el de los medios de dominación y coacción, así como el dominio intelectual sobre el total de los expropiados y dominados. Y es en este tipo de sociedad donde la escisión entre trabajo manual y trabajo intelectual se hace más patente que en ninguna otra formación social.

El autor vislumbra efectivamente una relación orgánica entre masas y èlites. Lo más grave de todo es que dogmatiza dicha relación permitiéndose atribuírle un rango natural por analogía a las leyes físicas y biológicas, contradicción ésta que destaca Osés  Gorráiz:



No deja de ser paradójico que un pensador que habla de la historicidad como constitutivo esencial del hombre, proponga como base de su analítica social un hecho - desmentido por los antropólogos - al que eleva a la categoría de ley natural[4]



Conocedor de las teorías de Pareto y Mosca sobre las èlites, pero más influenciado por Nietzsche, para el autor la fuente de cambio social consiste en la sustitución de una minoría selecta por otra, permaneciendo, a lo largo de la historia los polos de dicha relación invariables, donde la única anomalía que cabe es la producida por la Rebelión de las Masas que no es otra cosa que el triunfo de la mediocridad.


En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.[5]



Es difícil precisar si también el triunfo de la mediocridad está, en este caso, dirigido por minorías, por intereses comerciales o también políticos, o es una consecuencia generada por la espontánea dinámica de las mismas masas, de unas masas desbocadas y rebeldes respecto de las minorías selectas. En efecto, el éxito de escritores de la calaña de Vizcaíno Casas, de cineastas como Ozores, de los 40 principales, del ocultismo, de los culebrones, de Telecinco, de la prensa amarilla, sensacionalista o del corazón, etc., etc., es un claro síntoma  de cretinización del público. Pero lo inextricable del asunto es dilucidar si, en efecto, existe con antelación un agente cretinizador que se limita a producir basura ideológica para un público carente de criterios definidos  o si ese público realmente cretinizado, ávido de consumir tales productos, es el que demanda la bazofia. Más bien hay que entenderlo como un circuito recurrente y recursivo en el que cada elemento se nutre del contrario.



Uno de los síntomas que distinguirían la obra ejecutada por la masa de la que produce el esfuerzo personal sería, en palabras del autor, la anonimidad  prosiguiendo que



 Lo popular puede ser lo anónimo. Pues bien: compárese el conjunto de la historia de Inglaterra o la de Francia con nuestra historia nacional, y saltará a la vista el carácter anónimo de nuestro pasado contrastando con la fértil pululación de personalidades sobre el escenario de aquellas naciones[6]



En este sentido, España sería catalogada, junto a Rusia, como una nación de predominio de masas, colectivista, frente a los países del orbe occidental de predominio de minorías selectas, individualistas.

Sería exceder de los límites del presente artículo entrar en el tema de las causas  de las sociedades colectivas y las sociedades individualistas. Baste con decir que el individualismo moderno se remonta al Renacimiento. La figura del genio, ya sea en el arte, en la ciencia, en la filosofía, etc., es un producto históricamente determinado y se halla inserto en unas específicas coordenadas de desarrollo socioeconómico. El hecho de que en otras épocas, como el medievo, o en otro tipo de formaciones sociales, como las asiáticas o las africanas, no existan hombres preeminentes no debemos imputarlo a la mediocridad de sus minorías, sino a que no se han generado las condiciones históricas para producirlos: grado de desarrollo de las fuerzas productivas, modo de producción, sistema de división del trabajo, etc.. No sólo el individualismo, sino el individuo mismo, el una creación histórica relativamente reciente. Marx criticó agudamente las robinsonadas que sirvieron de punto de partida a Ricardo para elaborar sus Principios de Economía Política y Tributación cuando recurría a los mitos del primitivo cazador y pescador solitario.

Todas las grandes personalidades, ya sea del mundo político como artístico y científico son, más que un producto de sí mismas, un producto histórico. ¿Qué hubiera sido de Blas Pasteur y de Santiago Ramón y Cajal sin la invención del microscopio?,

Podemos asegurar que la era del individualismo también toca a su fin sin que por ello tenga que acabar la creación científica y técnica. Los modernos científicos ya no son personalidades eminentes como Newton y Einstein sino colectivos anónimos, tan anónimos como las masas despreciadas por Ortega.







[1]              16 Ortega y Gasset: España Invertebrada, pág. 102
[2]           17 Ortega y Gasset: España Invertebrada, pág. 105
[3]              18 Ortega y Gasset: España Invertebrada, pág. 95
[4]              20 Osés Gorraiz, Jose María: La Sociología en Ortega y Gasset, pág. 129
[5]              21  Ortega y Gasset: España Invertebrada, pág. 96
[6]           22 Ortega y Gasset: España Invertebrada, pág. 127

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