viernes, 13 de enero de 2012

LO EVITABLE Y LO INEVITABLE EN LA HISTORIA O SOBRE LOS LÍMITES DE LA NECESIDAD Y LA CONTINGENCIA HISTÓRICAS

Bueno, aquí presento una nueva entrega de mis reflexiones concomitantes a lo histórico en las que entran en juego conceptos como azar, evitabilidad, necesidad, contingencia, causalidad, etc. Como podéis ver, se abordan muchas cosas en muy poco tiempo y espacio, se entrelazan unas con otras al punto que el lector pueda acabar perdiendo la respiración por encontrarse con tamaña madeja. Espero que me disculpéis; cuando las cosas se arremolinan en mi cabaeza, soy así, lo mezclo todo, voy en zig-zag, vuelvo al principio.... Tan solo espero que tengáis un poco de paciencia y me podais disculpar.


El mundo en el que vivimos es solo uno más de entre otros muchos posibles. Esta frase lapidaria compendia por sí misma la percepción contingente de la historia. La contingencia histórica ha venido adquiriendo últimamente una especial relevancia de la mano precisamente del principio de incertidumbre. El azar ha dejado de ser dominio exclusivo del presente o del futuro para instalarse de lleno en el pasado. Son muchas las preguntas que surgen a la luz de la visión contingente: ¿la combinación de protones, electrones y neutrones pudo dar lugar a una tabla periódica de elementos distinta a la actual? ¿las especies biológicas de hoy en día pudieron ser otras totalmente distintas? ¿la sociedad de hoy pudo ser otra sociedad distinta? O bien, muchas cosas de las que han sido, ¿pudieron llegar a no ser? Es cierto que muchas veces este tipo de preguntas esconden una pretensión capciosa desde el punto de vista de lo que se busca o pretende demostrar. El llamado principio antrópico débil, partiendo del ajuste fino de las constantes universales insinúa como respuesta la idea del diseño, esa que tanto gusta a los neocreacionistas.

Toda realidad se engendra en un marco de posibilidad. Sin embargo, la defensa a ultranza de la contingencia histórica puede llegar a ocultar y reducir a la nada los escenarios y marcos de realización de lo posible. Estos escenarios y marcos son asimismo relativos y, en cierta medida, también contingentes. No obstante, tienen la capacidad de graduar la esfera de realización de lo real, el marco de azar y de incertidumbre..., es en definitiva lo que nos da el abanico de posibilidades aleatorias de realización. Pueden ampliar o bien restringir las posibilidades aleatorias según los casos. El azar interviene activamente en la génesis de lo real, mas lo real no es reductible al azar.



Cuando la Historia se convierte en el marco de acción de un conjunto de principios superiores externos o internos, llámesele voluntad divina o, desde un punto de vista más laico, necesidad histórica, se suele percibir como consecuencia de la acción unas leyes inexorables e inmutables. La Historia no viene a ser el resultado de algo que se hace sino de algo que se impone, ya sea la Razón histórica hegeliana o el destino en el que creían los antiguos. El pasado es inmutable, una narración de una sola dirección y como tal inmodificable. Lo que sucedió tenía que suceder. Lo ocurrido está ahí como un dato objetivo e inalterable. Lo interpretemos como lo interpretemos los hechos son los hechos. Cuando la relación necesidad/contingencia se reviste de esos caracteres, lo contingente se nos presenta como el fenómeno superfluo que obedece estructuralmente a los dictados de una esencia profunda, literalmente oculta. La obra hay que interpretarla de todas formas, no importa quienes sean su director, sus actores, sus intérpretes o su escenario: la Historia, en todo caso, será esencialmente la misma. Aunque los actores e intérpretes improvisen no podrán modificar en lo esencial el marco general de la obra, la cual los faculta para esa improvisación dentro de su estructura integrada: las normas mismas por las que se rige esa misma interpretación sientan sus propios límites estructurales y funcionales. Está escrito, y lo escrito cuenta con un valor absoluto y eterno.

No obstante, la Historia es fundamentalmente azarosa y contingente. Las causas de que se nos presente como absoluta e inmodificable no hemos de buscarlas en la Historia misma sino en la perspectiva bajo la que se contempla. Lo pasado, lo ya muerto, lo ya ocurrido se plasman ante el espectador como una concatenación de sucesos consumados e irrepetibles. Exactamente igual que los fósiles narran lo sucedido de la única forma en que ha sucedido. Las posibilidades de haber ocurrido de forma distinta a como han ocurrido ni las narra ni las puede narrar la historia: entre dos Historias distintas sólo una puede ser la verdadera. Sin embargo, hay que constatar que los desenlaces pudieron haber sido múltiples, distintos y distantes. Es importante hacer hincapié en esta última tesis puesto que de la forma de afrontar el conocimiento del pasado depende en mucho la actitud que se adopte ante el presente. Si nos dejamos atrapar por la perspectiva del pasado nos encontraremos ante una Historia muerta y sin pulso, petrificada como los restos arqueológicos que de ella dan testimonio. Si no sabemos encontrar la realización de una sola Historia entre otras múltiples Historias posibles nos veremos abocados a una visión unidimensional, unilateral y absolutista de la dinámica de los procesos sociales.

La Historia ha sido, hasta el presente, la Historia del mundo occidental. El chovinismo etnocentrista europeo, aparte de cegar los ojos, cuenta con ser cuna de grandes mitos históricos. En particular, los últimos tres siglos de historia europea han sido el corsé que ha servido para construir mitos como el del Progreso de la humanidad, bien bajo su vertiente positivista como evolución y desarrollo tecnológico gradual y contínuo, bien bajo la vertiente marxista, entendido como una sucesión progresiva de sistemas de contradicciones de clase que, merced al contínuo desarrollo de las fuerzas productivas, va desplazando a unas clases por otras. La fatalidad histórica estaba, de uno u otro modo, escrita en el mismo proceso de desarrollo social. El corsé de los tres últimos siglos de historia europea servía igualmente para toda la humanidad. No obstante, la visión uniformista y tipológica: los tipos ideales weberianos, los modos de producción marxianos, ha ido perdiendo terreno merced al contacto con otras culturas y, por tanto, con otras historias. 


La Historia comparada ha abierto finalmente unos ojos cerrados por décadas de evolucionismo, progresismo y dialéctica. Vemos como aún un mismo mundo tecnológico ofrece distintas soluciones políticas a problemas parecidos. Los europeos y, en general, los occidentales, dieron una solución determinada en el plano político a la sociedad industrial: el nacionalismo y el liberalismo fueron los medios de los que se valieron las clases gobernantes para implantar las formas de mediación políticas necesarias para eliminar los poderes locales y aristocráticos. Se tendió hacia el laicismo y la democracia parlamentaria acompañadas de poderosas burocracias centralistas y jacobinas, en unos casos y federalistas en otros, aunque, en ambos casos, sujetas al imperio de la Ley positiva y al sistema de división de poderes. En el mundo islámico, por el contrario, la modernidad, entendida como la industrialización y la constitución de estados centralizados, no ha seguido esa misma pauta, tal y como habría sido de esperar, al menos conforme a la óptica de quienes consideran que la marcha hacia la democracia capitalista es un proceso universal e imparable al que converge (ha de converger) toda la humanidad. El integrismo musulmán es la respuesta o la solución política que ha dado este mundo al problema de la mediación directa poder central-poderes locales o tribales. 


El flujo Alto Islán (el propio de las capas urbanas, letradas y cultas) -Bajo Islán (el que corresponde al medio campesino, sujeto a sistemas tribales y a poderes locales) que a lo largo de siglos se ha alternado cíclicamente como absorción del segundo por el primero y consecutiva recomposición del segundo, a la luz de la industrialización ha tenido como consecuencia la práctica aniquilación del Bajo Islán, bastante relajado en el cumplimiento de las prescripciones religiosas y más sujeto a la interpretación de las normas establecido por los santos locales, a manos del Alto Islán, más estricto en los preceptos, propio de las capas urbanas ilustradas en contacto con la exégesis directa de las Escrituras. 


¿Qué viene a significar todo esto? Que, ante parecidas premisas, dos mundos tan cercanos como el islámico y el occidental han dado respuestas diferentes, que si para los occidentales el laicismo político-estatal, es decir, el desprenderse de la tutela de los poderes religiosos como lastre del desarrollo económico ha sido condición de modernidad: en este sentido vemos cómo en la misma Unión Europea los países protestantes están a la cabeza del desarrollo industrial.(Alemania, Dinamarca e Inglaterra) mientras que los países católicos son el Sur, los destinatarios de los Fondos de Cohesión (Italia, España e Irlanda), muy por el contrario, en el mundo islámico la industrialización, la modernidad,si la queremos llamar así, ha ido de la mano del despertar del fundamentalismo religioso. En este caso no valen los paralelismos historicistas. Asegurar que los países islámicos se encuentran en la actualidad como los europeos en el siglo XV no ayuda en nada a comprender la realidad histórica. Muy por el contrario y, por paradójico que nos pudiera parecer, el mundo islámico, actualmente en plena efervescencia integrista, está iniciando el mismo proceso reformista que las modernas sociedades occidentales iniciaron a finales del siglo XVIII y consolidaron durante los dos siglos siguientes por la vía del laicismo. 


El Alto Islán provee al mundo islámico del mismo material que requirió el mundo occidental para deshacerse del feudalismo, de la aristocracia y de los poderes locales, está imponiendo una única ética, disciplinada, puritana y uniforme acorde a las nuevas necesidades socio-organizativas, eliminando la indisciplina y la relajación de las costumbres propia del mundo anterior a la Reforma (tanto europea como islámica), convirtiéndose en un firme cemento político-ideológico sobre el que articular el nuevo orden económico. Sin embargo, el fatalismo y el finalismo ha impregnado de forma permanente nuestras conciencias, hasta tal punto que no somos capaces de usar más vara de medir que la nuestra propia. Las ideas mismas de desarrollo y consecutivo subdesarrollo, dogmáticas y paralizantes, nos hacen imaginar un proceso de crecimiento social de forma análoga al proceso de crecimiento individual, como si se hallara preestablecido por un programa genético. Sin embargo, la historia tiene mucho de bricolaje y de improvisación. Si tomamos, por ejemplo, el caso de la evolución de las instituciones jurídico-políticas de un mismo área, de la Europa Occidental, nos encontraremos cómo se ha producido una convergencia desde dos moldelos distintos: el constitucionalismo revolucionario francés, por un lado, y el cripto-constitucionalismo consuetudinario inglés, por otro. Si dentro de un mismo área divergen las soluciones a adoptar, no digamos lo que sucederá entre latitudes diversas.

Cuando se formula la pregunta que encabeza el artículo, a lo que comúnmente la gente quiere referirse es, más que a lo aquí expuesto, a saber, a los rasgos generales e institucionales de los que se dota toda formación histórica tanto en el plano económico como ideológico y jurídico-político, sino, mas bien, al epifenómeno histórico: el papel jugado por determinado dirigente político bajo tal o cual proceso o coyuntura, el desempeñado por tal ideólogo que generó tal movimiento, la invención de esto y no de aquello, porqué fueron los europeos quienes primero desembarcaron en América y no los chinos, qué hubiera pasado si ..., etc. Evidentemente, ninguna formación socio-histórica se puede concebir como dada y como autosuficiente y el abanico de interacciones entre sociedades distintas es muy amplio e incluso, en algunas ocasiones, decisivo cara al desenlace de determinados sucesos. Sin embargo, la presentación de la Historia como una concatenación de acontecimientos narrados y pasados hace que se piense en los elementos insustituibles o que, en sus variantes personalistas más insoportables, se nos presente como una sucesión de dinastías de faraones egipcios, reyes godos, etc. o, peor aún, como el resultado de la acción de líderes eminentes. Más de un profesor de Historia ha formulado la tesis de que la Historia se asienta sobre tres pilares: Alejandro Magno, Julio César y Napoleón Bonaparte. Ante esta versión de los hechos, simplista y personalista, nada hay que decir, pues refutarla puede implicar caer en el ridículo. 


Ningún dirigente carismático es nada por sí mismo. Considerado socialmente es expresión de una necesidad o bien consecuencia de un vacío de poder. Vicisitudes históricas singulares hicieron que republicanos convencidos como César o Napoleón impusieran una dictadura que acabara desembocando en sus respectivos Imperios. Sin embargo, esa fuerza histórica de la que se hicieron cargo tuvo consecuencias trascendentales. César abolió el estrecho margen de ciudad-estado de la Roma republicana, Napoleón barrió las instituciones del Antiguo Régimen a lo largo y a lo ancho de Europa. Pero que nadie crea que todo ello se debió a la acción de eminentes, insustituibles o singulares genios de la política. En todo caso, si hay un impulsor real de dichos procesos no pudo ser otro que la necesidad de superar las anteriores estructuras de mediación política. Se suele decir que el papel histórico desempeñado por Napoleón, de no haber sido llevado a cabo por el Emperador Corso, lo hubiera ejecutado otro, dando así la idea de que una sucesión de plazas vacantes de la Historia pudieron haber sido ocupadas alternativamente por distintos titulares. Como toda verdad a medias esta última proposición tiene su lógica, para qué lo vamos a negar y, por supuesto, es mucho más acertada que el mito de los genios de la Historia insustituibles. Sin embargo, algo falla. Tras la Convención y el Directorio no había puesto al que opositar, es decir, ninguna necesidad histórica inquebrantable de que un dictador diese un golpe de Estado el 18 de Brumario, ni de que el dictador hubiese de ser general (ni, por supuesto, de que el general se llamara Napoleón, aunque esa variable ya la hemos descartado). Napoleón se hizo dictador aprovechando una correlación de fuerzas favorable, pero las correlaciones históricas son siempre contingentes y variables (lo que significa que no pertenecen al reino de la necesidad), al minuto siguiente pueden cambiar. El reino de la política es el reino de la oportunidad y de la ocasión por antonomasia cuyo desaprovechamiento por los actores políticos presentes y concretos puede llegar a generar efectos radicalmente distintos a los producidos. La Alemania de los años treinta, socialmente radicalizada, pudo escorar indistintamente hacia el nazismo como hacia el bolchevismo. Observamos como los vencedores de la Guerra Civil Española fueron los vencidos de la Segunda Guerra Mundial. La incertidumbre no está instalada exclusivamente en el futuro, también lo está en el pasado.


Antes de tratar de la necesidad histórica es preciso descomponer este concepto y efectuarlo a distintos niveles, articulados en función de su operatividad específica. La Ciencia Política acostumbra a establecer por un lado un análisis estructural y por otro un análisis coyuntural. La estructura vendría a ser algo así como lo que está en el fondo de los acontecimientos, la esencia. La coyuntura, por su parte, sería la superficie, el fenómeno, aquello que aflora y empíricamente se manifiesta dando así la debida constancia de la existencia de una estructura profunda que marca la pauta. Sin estructura no hay coyuntura. Sabemos que la Francia pre-revolucionaria hizo aflorar la convocatoria de los Estados Generales por Luis XVI, la participación activa, dentro del Tercer Estado, del Club de los Cordeliers, los sucesos del Campo de Marte y finalmente la toma de la Bastilla. Pero el protagonismo alcanzado por el Tercer Estado tiene una base estructural sin la cual no es explicable. La palabra crisis viene a ser un comodín muy socorrido, sobre todo tratándose de la explicación de fenómenos revolucionarios. No obstante, podemos deducir cómo un precipitado histórico aboca a ciertos acontecimientos específicos. El Régimen Absolutista, por lo que a la estructura política se refiere, entra en una espiral de endeudamiento progresivo provocada por la financiación de las distintas guerras en las que intervino Francia, pero se enfrenta a algo más grave, a todo un proceso de disgregación y desarticulación de las antiguas estructuras de dominio y mediación con los súbditos. El Régimen Absolutista, en la misma medida en que fué desplazando los sistemas de mediación indirecta, a través de las oligarquías locales, para la extracción de recursos, cimentaba su poder en el ejército y en una costosa burocracia alternativa: a la par que el progresivo endeudamiento del Régimen fortalecía sus mecanismos de mediación directa, debilitaba al mismo tiempo las bases naturales de su poder y control social, el Primero y Segundo Estado. Se había constituido un Estado al margen de las clases sociales, es decir, al margen del necesario tejido social desde el que todo sistema ha de articular y estructurar las bases de su poder. En la superficie de este marco estructural se mueve la sucesión de hechos, con nombres propios, que comúnmente relatan los historiadores, el ámbito que vamos a dar en llamar de lo fenoménico. 


El mundo de lo fenoménico se encuentra repleto de actores y de protagonistas(no pongo estas palabras en cursiva por casualidad precisamente) de la Historia: Luis XVI, Lafayette, Danton, Desmoulins, Marat, Robespierre, Brissot de Barbille, la guillotina, María Antonietta, Saint-Just... Y al final, Napoleón Bonaparte. Actores yprotagonistas cuyo guión lo constituye el enfrentamiento entre las ideas conservadoras y los ideales de corte revolucionario y, a su vez, entre los distintos movimientos que personifican tales ideas, desde los sans culottes, a los radicales montañeses, a los jacobinos del Comité de Salvación Pública y los más moderados girondinos, los liberales monárquicos de Lafayette y los Republicanos de Danton, Marat y Robespierre. La Razón, la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad puestas en pié irrumpiendo en duro combate contra el sistema aristocrático, los derechos de sangre, los estamentos y la dinastía monárquica. 


Los flujos de fuerzas que intervinieron en el contexto de la Revolución reconducen, en última instancia, a las necesarias bases de legitimación del sistema económico y político, al vacío estructural engendrado por el Régimen Absolutista, a la necesidad de cubrir y suplir dicho vacío social, a la aparición de los mecanismos de constitución de un sistema político articulado sobre un nuevo tejido social firmemente consolidado capaz de incorporar, articular y organizar a toda la sociedad en los engranajes de un nuevo aparato de mediación sólidamente establecido. A la superficie de la estructura afloraron las diversas coyunturas específicas, soluciones y tanteos al problema básico del vacío social planteado por el Régimen Absolutista así como al de la búsqueda de una estructura estable de mediación. El tanteo pasa por diversos periodos, de la Monarquía Constitucional a la Primera República y, de esta, al Imperio Napoleónico. Hablando en puridad, ninguna de las fases apuntadas puede considerarse en sí misma como históricamente necesaria, ya sea en su calidad de fase transitoria o en la de fase definitiva. Inglaterra, por su parte, encontró una solución al problema del vacío social y de la modificación de las estructuras de mediación que no tuvo que pasar por la supresión de la Institución Monárquica, ni siquiera de la clase aristocrática. Más bien al contrario. Lo que se adivinaba en este proceso fue la reconversión misma de la clase aristocrática como impulsora del nuevo orden socio-económico.

La crisis producida en los cimientos estructurales mismos de un sistema no determina la necesidad histórica de que la resolución de la crisis se encamine por la vía de un modelo específico. La necesidad estructural tan solo apunta a la exigencia de que se de solución a la disfunción estructural. El contenido concreto de la solución que se produzca o a la que se haya llegado forma más parte del mundo de lo contingente que del de lo necesario. Se puede considerar como el producto de la reflexión, en el plano superficial, de las fuerzas desencadenadas por el flujo estructural cuya esfera autónoma de realización lo sitúa de lleno en el mundo de la incertidumbre.

Si se me permite avanzar un paso mas, puedo incluso hasta poner en duda la base paradigmática sobre la que descansan los conceptos de azar, necesidad y contingencia. ¿Hasta qué punto se puede asegurar la existencia de una necesidad como tal separada del azar?. En el campo de la biología darwinista, pongamos por caso, ha funcionado bien la separación entre ambos principios (Monod, en su magistral obra El Azar y la Necesidad los elevaría a la categoría de principios rectores de la evolución biológica) aunque, si reflexionamos un poco, el factor que opera como necesidad en la selección natural, la modificación de los ambientes locales (variaciones climáticas y medioambientales), obedece tanto al azar como los factores que propiamente se atribuyen a accidentes del azar (modificaciones en el material genético favorables a la modificación operada en el medio). Con lo que tenemos que la evolución biológica es el resultado de la interacción de distintos géneros de modificaciones fortuitas. Las radiaciones solares ultravioletas o los rayos cósmicos que provocan una mutación en el acervo genético de determinados individuos


LA TRANSMUTACIÓN FUNCIONAL EN LA HISTORIA

En el mundo viviente se llama homología a aquella adaptación orgánica que, surgida para resolver un problema específico del ser vivo, cambia de función una vez que se han visto alteradas las circunstancias. Las adaptaciones biológicas suelen ser acumulativas.

Las piezas del puzzle histórico son imprevisibles. No menos que las piezas del puzzle biológico. Un elemento letal para los primitivos organismos anaerobios como el oxígeno fue más tarde asimilado como un componente esencial a la supervivencia de los organismos vivientes. Obviando el doble filo de las adquisiciones tecnológicas y energéticas, como constructor y destructor a un mismo tiempo, podemos constatar cómo instituciones primeramente concebidas o útiles en unos determinados contextos para articular determinadas relaciones, se vuelven a continuación incluso antagónicas del sistema que primitivamente las concibió, un lastre del que es preciso desembarazarse a toda costa.

Las palabras, a lo largo de la Historia, expresan significados distintos. La palabra neumático designa en la actualidad una moderna pieza de caucho, inflable, imprescindible para las ruedas de los vehículos. Sin embargo el origen griego de la palabra, pneuma alude al concepto aire, en efecto, pero también tiene otras connotaciones vitalistas y animistas como aliento o soplo vital. El hecho de que los seres vivos respiren los hace estar dotados de pneuma, esa sustancia espiritual que les insufla vida y energía. La traducción latina de la palabra como ánima, de la que deriva la castellana alma hace más patente esta identificación espiritualista entre aire y espíritu

En las sociedades humanas sucede algo parecido. Instituciones que en un principio desempeñaron una función específica: acaban desplazándose funcionalmente, acoplándose a situaciones insospechadas desde la perspectiva de lo que motivó su creación. La pervivencia de una misma institución a lo largo de situaciones históricas diversas solo puede concebirse como una sucesión de transmutaciones funcionales. El fenómeno de la transmutación funcional no podemos concebirlo como el encaje de una misma pieza en distintos puzzles encontrando en cada uno de ellos su propio espacio y acomodo. Sería esta una explicación simple y poco adecuada al fenómeno, por cuanto que las distintas situaciones históricas (representadas en el ejemplo como los distintos puzzles) modifican necesariamente la Institución (la pieza) de modo que su engarce a lo largo de situaciones diferentes se produce mediante un proceso de retroalimentación donde la misma Institución, en su necesidad de acoplarse al nuevo contexto y de generar el flujo vital adaptativo medio-organismo ha de dotarse de las modificaciones estructurales imprescindibles que posibiliten nadar en los nuevos caldos históricos. y en ellos encuentra el acomodo necesario para su funcionamiento a través del fenómeno Si no hay transmutación o desplazamiento funcional caben dos alternativas: extinción o atrofia. Podemos poner varios ejemplos de instituciones.

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