Una frase
lapidaria de Gramsci, como la que da título a este artículo, - tomada en sentido
afirmativo, no interrogativo -, puede asignar todo un sentido a la acción
política, tanto en el plano gnoseológico (verdad objetiva) como en el plano
ético (sinceridad, verdad subjetiva)[1]. La actitud del militante cobra ese deseado
sentido revolucionario siempre y cuando anteponga su propia sinceridad a otro
tipo de intereses personales o particulares haciendo uso adecuado del método
con vistas a intervenir en el mundo real, no en el mundo deseado.
No obstante
el valor de tal afirmación lapidaria (como el de casi todas las de esta índole)
es más bien relativo. Si observamos el papel desempeñado por el conocimiento a
lo largo de la historia de la humanidad, lo que podemos obtener es que la
verdad, antes que revolucionaria, es siempre necesaria. Para el cazador
paleolítico era imprescindible conocer la forma de vida de sus presas, sus
costumbres, sus fuentes de alimento, sus puntos débiles. Sin dichos elementales
conocimientos su éxito y supervivencia se encontrarían bastante mermados. El
agricultor de la edad antigua y media también había de conocer el ciclo vital
de las plantas que cultivaba, pues sus resultados le iban en ello. Lo mismo se
puede decir del constructor de grandes edificios, que ha de dominar unas
elementales nociones de matemáticas para poder determinar distancias,
resistencia de materiales, magnitudes, etc.
Pero los hombres no solo se mueven en el ámbito
económico-técnico-práctico, hay otros aspectos de su realidad donde el problema
del conocimiento y de la verdad adquiere otra dimensión, el plano subjetivo del
ejercicio del poder, ya sea político o político-religioso, donde también se
puede asegurar que la no verdad (estamos hablando, naturalmente, a niveles no
conscientes) puede ser un ingrediente necesario cara al reciclaje y
funcionamiento del sistema en su totalidad. Pero, aún así, nos encontramos ante
el curioso fenómeno de que ideologías de índole mítico-religioso liberan mandatos
que en sí mismos no tienen explicación (o sí la tienen en cuanto emanaciones de
la voluntad de su divinidad) que responden a necesidades de orden práctico
impuestas por el medio económico y ecológico. Es difícil en este ámbito
trasladar nuestras nociones de verdad y no verdad entendidas como adecuación
del concepto a lo conceptuado, de la idea a lo ideado, como reflexión del
objeto en las estructuras de nuestra percepción. La prescripción, común a
musulmanes y judíos, de no comer carne de cerdo por considerar esta impura, la
sacralización de las vacas en La
India , la prohibición de hacer daño a nuestros propios
animales totémicos: golondrinas y cigüeñas.
En primer lugar no
nos encontramos ante una formulación de conocimientos positivos sino ante normas,
ante prescripciones. En el trasfondo de tales normas subyace un cierto tipo de
conocimiento práctico aunque oculto por el velo religioso. Cuando el capítulo
XI del Levítico hace toda una enumeración de animales puros, impuros e inmundos
utilizando criterios que volverían loco a cualquier taxonomista moderno
(cuadrúpedos que tienen la pezuña
hendida en dos partes y que rumian, los que rumian y no la tienen
hendida como el camello y el puercoespín - que por cierto no es un rumiante-,
el que tiene hendida la uña pero no rumia como el cerdo, los que viven en el
agua y tienen aletas y escamas, los que viven en el agua y no tienen aletas y
escamas, los volátiles que andan sobre cuatro pies y los que andando sobre
cuatro pies y tiene más largas las patas de atrás con las que salta, como la
langosta - que se sepa, la langosta no tiene cuatro pies, sino seis- etc, ) muy
parecida a la taxonomía que nos refiere Foucault en su introducción a su
magistral obra Las Palabras y las Cosas[2] sobre la taxonomía del mundo animal ofrecida
por una Enciclopedia China citada por Borges, que es todo un atentado a la óptica racionalista y que
comienza diciendo: los animales se dividen en a) pertenecientes al
Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos,
g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como
locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de cola de camello,
l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas..,
.
En todo caso, la diferencia entre ambas enumeraciones es patente; el Levítico
establece una taxonomía legal, la propia de un texto jurídico, como la que
divide a los bienes en muebles e inmuebles (una división, por cierto, más que
dudosa, desde el mismo momento en que templos egipcios o castillos escoceses,
en principio bienes inmuebles, han sido trasladados piedra a piedra a terceros
países), mientras que la
Enciclopedia China es todo un ejercicio de traslación de
criterios clasificatorios. Los animales del Levítico están definidos con
parámetros de índole religiosa (puros e impuros) y en virtud a los mismos el
valor de dicho concepto no es representacional sino relacional. Su posible
pureza, impureza o inmundicia se atribuye, más que a los animales descritos en
sí, al pecado en el que incurriría el posible infractor de la norma.
La
solución al problema, que es más bien de
objetivación, radicaría en dilucidar si es el objeto mismo el que induce y
produce el pecado o si es el sujeto quien, al no observar la norma, incurre en
el mismo. En todo caso, lo que sí podemos advertir es cómo una norma o tabú,
velado por el manto religioso e impuesto a través de procedimientos
dogmático-imperativos, responde, en última instancia, a un cierto tipo de
necesidad objetiva en el marco de la adaptación de un sistema económico de
producción y consumo, a las necesidades que impone el hábitat. En realidad,
toda prescripción dogmática, independientemente de su contenido, político o
económico-alimenticio, está encaminada a asegurar la reproducción de los
resortes que aseguran la supervivencia de un sistema dado en su interacción
compleja. Nada de lo que genera la historia es caprichoso o gratuito.
Con lo dicho queda
más o menos esbozado lo que he pretendido dar a entender cuando afirmaba que la
verdad es siempre necesaria. Pero el hilo de la cuestión es el de la tesis
esbozada al comienzo, a saber: si la verdad es siempre revolucionaria. No cabe
la menor duda que la irrupción de la verdad (conocimiento adecuado al objeto)
en el plano gnoseológico ha revolucionado en distintas ocasiones las
estructuras del pensamiento y, con tal, la misma concepción del mundo como
percepción vulgar trasladada al plano de lo cotidiano: Copérnico-Galileo,
Newton, Max Planck, Darwin, Einstein, Bohr, ..., de uno u otro modo han concurrido de
forma revolucionaria a la historia del pensamiento.
Del aristotelismo medieval a la Edad Contemporánea
el pensamiento ha sido jalonado por auténticos pasos de gigante. La ciencia ha revolucionado decisivamente la tecnología,
pero, ¿qué pasa con la sociedad?, ¿acaso ha influido decisivamente el
desarrollo científico en una revolución decisiva en la estructura social?, o
bien, una sociedad como la presente, la capitalista, solo puede sobrevivir a
costa de revolucionarse continuamente a sí misma tal y como afirmaría Marx en
el Manifiesto Comunista? Hay que destacar la trascendencia que ha tenido en el
plano práctico, en el medio social, la irrupción de una Ciencia Proletaria,
la que, al referirse a la patología de esta sociedad acabaría poniendo al
descubierto sus insolubles contradicciones internas así como su única vía de
curación. Lo cierto es que a esta sociedad le han salido muchos médicos y
curanderos que, sin cuestionarle sus fundamentos estructurales ni un ápice, han
elaborado sus recetas a lo largo del
presente siglo: Keynes, los neo-clásicos de la Escuela de Chicago, los
anti-clásicos marginalistas, y sus grandes crisis han tenido curación, hasta el
punto de generar tal sensación de objetividad, de sistema de sistemas, de
culminación de la historia, etc, que muchos de los que antaño cuestionaron
aquél sistema han acabado rindiéndose.
El atributo de revolucionario,
cargado de connotaciones axiológicas positivas y favorables en el discurso de
la izquierda, también ha sido muy útil como vara de medir, como categoría
definitoria de la adopción de una determinada línea política, como medio de
catalogar el talante político de los militantes. Ser un revolucionario no
implicaba otra cosa, tanto a niveles objetivos como subjetivos, que hallarse en
su sitio, ni más ni menos, esquivando tanto la tentación izquierdista y
voluntarista, objetivamente de derechas, como el oportunismo derechista. Lo
malo (o, más bien, lo inevitable) era
que los sumos sacerdotes, siempre desde sus Comités, Burós Políticos y
respectivas Secretarías Generales dictaran la única línea correcta
(revolucionaria) posible, eran salvaguardia y asimismo garantes de la verdad,
siempre revolucionaria (en otros tiempos, en otras sociedades y en otros
contextos, la santidad era la cualidad ahora intercambiable con la actitud
revolucionaria) porque emanaba de su sabiduría, una sabiduría infundida, al
igual que al Papa, por su rango y posición en las estructuras de la
organización (aunque el papel del Espíritu Santo no sea aquí nada desdeñable)
que se asignaba a sí misma el papel de Vanguardia Revolucionaria. Para nada
importa que en su política concreta traicionaran sus idearios, pues su suma
sabiduría comprendía en sí la astucia de la razón hegeliana, la variante
modernizada del Príncipe de Maquiavelo.
Así, Stalin tuvo las manos libres para firmar el Pacto Germano-Soviético de 1939, Carrillo, mediocre como político aunque más mediocre aún como ideólogo, tampoco encontró el más mínimo inconveniente en bendecirla Monarquía
en 1977 traicionando de camino la tradición republicana de la izquierda
española, Berlinguer para articular su política sobre el compromiso histórico
con la Democracia
Cristiana , maniatando de paso a su propia organización, los
comunistas franceses para situarse al margen de las movilizaciones de 1968, que
rebasaron con creces la capacidad de maniobra de las anquilosadas estructuras
burocráticas de su partido, interpretando consecuentemente dicho
movimiento como un complot contra-revolucionario. De modo que los tejemanejes
territoriales (división de Polonia, entrega de los países Bálticos) que
siguieron al Pacto Germano-Soviético eran la suma expresión de una política
revolucionaria, y el reconocimiento a la instauración de un sistema de poder
dinástico hereditario en nuestro país era igualmente producto de una acertada
política revolucionaria, aunque los ignorantes militantes, ajenos al sumo
sacerdocio de los líderes y a su contacto directo con sus verdades
inquebrantables, no lo quisieren reconocer así. Estos revolucionarios
profesionales eran precisamente la antítesis de los postulados marxianos.
Mientras Marx afirmaba que era en la práctica donde el hombre tiene que
demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su
pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se
aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico[3], estos jerifaltes de pacotilla, arropados
por las estructuras burocráticas de su propia organización, afirmaban en la
práctica la doctrina de la infalibilidad del Papa a la par que negaban de facto
la teoría por la que se debiera regir su organización.
Aquí no hay análisis concreto de la realidad concreta ni nada que se le parezca. En todo caso, a lo que se tiende es a satisfacer las necesidades objetivas creadas por la propia organización tomada esta como un fin en sí mismo y, en el fondo, lo que queda es una simple cuestión de poder, a la que se le supedita todo. Vamos con los ejemplos: Jesús de Nazaret y Simón de Samaria fueron "personajes" que se supone vivieron en la misma región geográfica,la Palestina del comienzos
del siglo I. Ambos fueron mendigos, santones y predicadores milagreros que se
hicieron con sus respectivos grupos de acólitos. Los seguidores del primero,
triunfantes, fabricaron su propia historia: de Jesús dijeron que obraba
Milagros y prodigios como prueba de su propia divinidad, mientras que a Simón,
sin embargo, se le endosó el despectivo apelativo de El Mago (la magia
como artilugio satánico mal predicamento tiene en todas las religiones, no hay
más que ver la caza de brujas que se produjo durante el siglo XVII).
Así, Stalin tuvo las manos libres para firmar el Pacto Germano-Soviético de 1939, Carrillo, mediocre como político aunque más mediocre aún como ideólogo, tampoco encontró el más mínimo inconveniente en bendecir
Aquí no hay análisis concreto de la realidad concreta ni nada que se le parezca. En todo caso, a lo que se tiende es a satisfacer las necesidades objetivas creadas por la propia organización tomada esta como un fin en sí mismo y, en el fondo, lo que queda es una simple cuestión de poder, a la que se le supedita todo. Vamos con los ejemplos: Jesús de Nazaret y Simón de Samaria fueron "personajes" que se supone vivieron en la misma región geográfica,
Stalin también
fabricó la misma historia de la Revolución Bolchevique.
Hizo desaparecer a Trotsky de su intervención en Petrogrado, de su papel en la
fundación del Ejército Rojo y hasta de las fotografías en las que aparecía
acompañando a Lenin. Creó su propia verdad revolucionaria, es decir, una
falsificación de la historia en toda regla muy conveniente a su propio sistema
de dominio y terror. Auténticas verdades en el sentido platónico de la palabra.
Leszek Kolakovski, en un incisivo ensayo[4], desmenuzaba la forma de dar las noticias en
la Polonia
estalinista de los años 50 cuando, a propósito del restablecimiento de
relaciones diplomáticas entre la
URSS y Yugoslavia, se decía en la radio que el discurso de
Kruschov sobre la política de paz soviética causó honda impresión entre los
asistentes. En realidad, el cronista no narraba la noticia, más bien
imponía como obligatoria esa honda impresión que la política de paz
soviética había de producir en los asistentes con independencia de que se
produjese o no, pues ante el imperativo universal de la política de paz
soviética no podía caber otra actitud. Dicha noticia, como expresión de un a
priori universal, daba igual que se hubiese dado una semana antes o una semana
después de la emisión del discurso.
[1] Lo cierto es que a esta frase lapidaria de Gramsci se
le ha opuesto su contra-frase. Una película de F. Rossi llamada Excelentísimos
Cadáveres cerraba el telón con la pronunciación de la frase, por un
dirigente del PCI, -que contestaba a un periodista de L´Unitá que presentaba
sus quejas porque las masas no iban a conocer nunca la verdad sobre una
conspiración que se estaba fraguando, -afirmando contundentemente : La
verdad no es siempre revolucionaria. Sin duda, de lo que se trataba era de
justificar era la complicidad de ese partido en los distintos tejemanejes del
poder que, lógicamente, habían de permanecer ocultos a las masas. La alta
política es materia exclusivamente reservada a los partidos, es decir, a sus
élites, con independencia de que tales partidos se disputen la condición de
partidos de masas.
[2] Michel Foucault: Las Palabras y las Cosas. Ed. Planeta
de Agostini, S.A., pág. 1, Barcelona, 1984.
[3] Karl Marx: 2ª Tesis sobre Feuerbach. Pág. 54-55. En F.
Engels: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía Clásica alemana. Ed.
Progreso, 1980, Moscú.
[4] Leszek Kolakovski: El hombre y lo absoluto. Págs. 241 a 251. Alianza Editorial,
Madrid, 1970.
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