martes, 10 de enero de 2012

¿ES LA VERDAD SIEMPRE REVOLUCIONARIA?




Una frase lapidaria de Gramsci, como la que da título a este artículo, - tomada en sentido afirmativo, no interrogativo -, puede asignar todo un sentido a la acción política, tanto en el plano gnoseológico (verdad objetiva) como en el plano ético (sinceridad, verdad subjetiva)[1]. La actitud del militante cobra ese deseado sentido revolucionario siempre y cuando anteponga su propia sinceridad a otro tipo de intereses personales o particulares haciendo uso adecuado del método con vistas a intervenir en el mundo real, no en el mundo deseado. 

No obstante el valor de tal afirmación lapidaria (como el de casi todas las de esta índole) es más bien relativo. Si observamos el papel desempeñado por el conocimiento a lo largo de la historia de la humanidad, lo que podemos obtener es que la verdad, antes que revolucionaria, es siempre necesaria. Para el cazador paleolítico era imprescindible conocer la forma de vida de sus presas, sus costumbres, sus fuentes de alimento, sus puntos débiles. Sin dichos elementales conocimientos su éxito y supervivencia se encontrarían bastante mermados. El agricultor de la edad antigua y media también había de conocer el ciclo vital de las plantas que cultivaba, pues sus resultados le iban en ello. Lo mismo se puede decir del constructor de grandes edificios, que ha de dominar unas elementales nociones de matemáticas para poder determinar distancias, resistencia de materiales, magnitudes, etc.  

Pero los hombres no solo se mueven en el ámbito económico-técnico-práctico, hay otros aspectos de su realidad donde el problema del conocimiento y de la verdad adquiere otra dimensión, el plano subjetivo del ejercicio del poder, ya sea político o político-religioso, donde también se puede asegurar que la no verdad (estamos hablando, naturalmente, a niveles no conscientes) puede ser un ingrediente necesario cara al reciclaje y funcionamiento del sistema en su totalidad. Pero, aún así, nos encontramos ante el curioso fenómeno de que ideologías de índole mítico-religioso liberan mandatos que en sí mismos no tienen explicación (o sí la tienen en cuanto emanaciones de la voluntad de su divinidad) que responden a necesidades de orden práctico impuestas por el medio económico y ecológico. Es difícil en este ámbito trasladar nuestras nociones de verdad y no verdad entendidas como adecuación del concepto a lo conceptuado, de la idea a lo ideado, como reflexión del objeto en las estructuras de nuestra percepción. La prescripción, común a musulmanes y judíos, de no comer carne de cerdo por considerar esta impura, la sacralización de las vacas en La India, la prohibición de hacer daño a nuestros propios animales totémicos: golondrinas y cigüeñas.



En primer lugar no nos encontramos ante una formulación de conocimientos positivos sino ante normas, ante prescripciones. En el trasfondo de tales normas subyace un cierto tipo de conocimiento práctico aunque oculto por el velo religioso. Cuando el capítulo XI del Levítico hace toda una enumeración de animales puros, impuros e inmundos utilizando criterios que volverían loco a cualquier taxonomista moderno (cuadrúpedos que tienen la pezuña  hendida en dos partes y que rumian, los que rumian y no la tienen hendida como el camello y el puercoespín - que por cierto no es un rumiante-, el que tiene hendida la uña pero no rumia como el cerdo, los que viven en el agua y tienen aletas y escamas, los que viven en el agua y no tienen aletas y escamas, los volátiles que andan sobre cuatro pies y los que andando sobre cuatro pies y tiene más largas las patas de atrás con las que salta, como la langosta - que se sepa, la langosta no tiene cuatro pies, sino seis- etc, ) muy parecida a la taxonomía que nos refiere Foucault en su introducción a su magistral obra Las Palabras y las Cosas[2] sobre la taxonomía del mundo animal ofrecida por una Enciclopedia China citada por Borges, que es todo  un atentado a la óptica racionalista y que comienza diciendo: los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de cola de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.., .

En todo caso, la diferencia entre ambas enumeraciones es patente; el Levítico establece una taxonomía legal, la propia de un texto jurídico, como la que divide a los bienes en muebles e inmuebles (una división, por cierto, más que dudosa, desde el mismo momento en que templos egipcios o castillos escoceses, en principio bienes inmuebles, han sido trasladados piedra a piedra a terceros países), mientras que la Enciclopedia China es todo un ejercicio de traslación de criterios clasificatorios. Los animales del Levítico están definidos con parámetros de índole religiosa (puros e impuros) y en virtud a los mismos el valor de dicho concepto no es representacional sino relacional. Su posible pureza, impureza o inmundicia se atribuye, más que a los animales descritos en sí, al pecado en el que incurriría el posible infractor de la norma. 

La solución al problema, que es  más bien de objetivación, radicaría en dilucidar si es el objeto mismo el que induce y produce el pecado o si es el sujeto quien, al no observar la norma, incurre en el mismo. En todo caso, lo que sí podemos advertir es cómo una norma o tabú, velado por el manto religioso e impuesto a través de procedimientos dogmático-imperativos, responde, en última instancia, a un cierto tipo de necesidad objetiva en el marco de la adaptación de un sistema económico de producción y consumo, a las necesidades que impone el hábitat. En realidad, toda prescripción dogmática, independientemente de su contenido, político o económico-alimenticio, está encaminada a asegurar la reproducción de los resortes que aseguran la supervivencia de un sistema dado en su interacción compleja. Nada de lo que genera la historia es caprichoso o gratuito.

Con lo dicho queda más o menos esbozado lo que he pretendido dar a entender cuando afirmaba que la verdad es siempre necesaria. Pero el hilo de la cuestión es el de la tesis esbozada al comienzo, a saber: si la verdad es siempre revolucionaria. No cabe la menor duda que la irrupción de la verdad (conocimiento adecuado al objeto) en el plano gnoseológico ha revolucionado en distintas ocasiones las estructuras del pensamiento y, con tal, la misma concepción del mundo como percepción vulgar trasladada al plano de lo cotidiano: Copérnico-Galileo, Newton, Max Planck, Darwin, Einstein, Bohr,  ..., de uno u otro modo han concurrido de forma revolucionaria a la historia del pensamiento.  

Del aristotelismo medieval a la Edad Contemporánea el pensamiento ha sido jalonado por auténticos pasos de gigante.  La ciencia ha revolucionado decisivamente la tecnología, pero, ¿qué pasa con la sociedad?, ¿acaso ha influido decisivamente el desarrollo científico en una revolución decisiva en la estructura social?, o bien, una sociedad como la presente, la capitalista, solo puede sobrevivir a costa de revolucionarse continuamente a sí misma tal y como afirmaría Marx en el Manifiesto Comunista? Hay que destacar la trascendencia que ha tenido en el plano práctico, en el medio social, la irrupción de una Ciencia Proletaria, la que, al referirse a la patología de esta sociedad acabaría poniendo al descubierto sus insolubles contradicciones internas así como su única vía de curación. Lo cierto es que a esta sociedad le han salido muchos médicos y curanderos que, sin cuestionarle sus fundamentos estructurales ni un ápice, han elaborado sus recetas  a lo largo del presente siglo: Keynes, los neo-clásicos de la Escuela de Chicago, los anti-clásicos marginalistas, y sus grandes crisis han tenido curación, hasta el punto de generar tal sensación de objetividad, de sistema de sistemas, de culminación de la historia, etc, que muchos de los que antaño cuestionaron aquél sistema han acabado rindiéndose.



El atributo de revolucionario, cargado de connotaciones axiológicas positivas y favorables en el discurso de la izquierda, también ha sido muy útil como vara de medir, como categoría definitoria de la adopción de una determinada línea política, como medio de catalogar el talante político de los militantes. Ser un revolucionario no implicaba otra cosa, tanto a niveles objetivos como subjetivos, que hallarse en su sitio, ni más ni menos, esquivando tanto la tentación izquierdista y voluntarista, objetivamente de derechas, como el oportunismo derechista. Lo malo (o, más bien,  lo inevitable) era que los sumos sacerdotes, siempre desde sus Comités, Burós Políticos y respectivas Secretarías Generales dictaran la única línea correcta (revolucionaria) posible, eran salvaguardia y asimismo garantes de la verdad, siempre revolucionaria (en otros tiempos, en otras sociedades y en otros contextos, la santidad era la cualidad ahora intercambiable con la actitud revolucionaria) porque emanaba de su sabiduría, una sabiduría infundida, al igual que al Papa, por su rango y posición en las estructuras de la organización (aunque el papel del Espíritu Santo no sea aquí nada desdeñable) que se asignaba a sí misma el papel de Vanguardia Revolucionaria. Para nada importa que en su política concreta traicionaran sus idearios, pues su suma sabiduría comprendía en sí la astucia de la razón hegeliana, la variante modernizada del Príncipe de Maquiavelo. 

Así, Stalin tuvo las manos libres para firmar el Pacto Germano-Soviético de 1939, Carrillo, mediocre como político aunque más mediocre aún como ideólogo, tampoco encontró el más mínimo inconveniente en bendecir la Monarquía en 1977 traicionando de camino la tradición republicana de la izquierda española, Berlinguer para articular su política sobre el compromiso histórico con la Democracia Cristiana, maniatando de paso a su propia organización, los comunistas franceses para situarse al margen de las movilizaciones de 1968, que rebasaron con creces la capacidad de maniobra de las anquilosadas estructuras burocráticas de su partido, interpretando consecuentemente dicho movimiento como un complot contra-revolucionario. De modo que los tejemanejes territoriales (división de Polonia, entrega de los países Bálticos) que siguieron al Pacto Germano-Soviético eran la suma expresión de una política revolucionaria, y el reconocimiento a la instauración de un sistema de poder dinástico hereditario en nuestro país era igualmente producto de una acertada política revolucionaria, aunque los ignorantes militantes, ajenos al sumo sacerdocio de los líderes y a su contacto directo con sus verdades inquebrantables, no lo quisieren reconocer así. Estos revolucionarios profesionales eran precisamente la antítesis de los postulados marxianos. Mientras Marx afirmaba que era en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico[3], estos jerifaltes de pacotilla, arropados por las estructuras burocráticas de su propia organización, afirmaban en la práctica la doctrina de la infalibilidad del Papa a la par que negaban de facto la teoría por la que se debiera regir su organización. 

Aquí no hay análisis concreto de la realidad concreta ni nada que se le parezca. En todo caso, a lo que se tiende es a satisfacer las necesidades objetivas creadas por la propia organización tomada esta como un fin en sí mismo y, en el fondo, lo que queda es una simple cuestión de poder, a la que se le supedita todo. Vamos con los ejemplos: Jesús de Nazaret  y Simón de Samaria fueron "personajes" que se supone vivieron en la misma región geográfica, la Palestina del comienzos del siglo I. Ambos fueron mendigos, santones y predicadores milagreros que se hicieron con sus respectivos grupos de acólitos. Los seguidores del primero, triunfantes, fabricaron su propia historia: de Jesús dijeron que obraba Milagros y prodigios como prueba de su propia divinidad, mientras que a Simón, sin embargo, se le endosó el despectivo apelativo de El Mago (la magia como artilugio satánico mal predicamento tiene en todas las religiones, no hay más que ver la caza de brujas que se produjo durante el siglo XVII).

Stalin también fabricó la misma historia de la Revolución Bolchevique. Hizo desaparecer a Trotsky de su intervención en Petrogrado, de su papel en la fundación del Ejército Rojo y hasta de las fotografías en las que aparecía acompañando a Lenin. Creó su propia verdad revolucionaria, es decir, una falsificación de la historia en toda regla muy conveniente a su propio sistema de dominio y terror. Auténticas verdades en el sentido platónico de la palabra. Leszek Kolakovski, en un incisivo ensayo[4], desmenuzaba la forma de dar las noticias en la Polonia estalinista de los años 50 cuando, a propósito del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la URSS y Yugoslavia, se decía en la radio que el discurso de Kruschov sobre la política de paz soviética causó honda impresión entre los asistentes. En realidad, el cronista no narraba la noticia, más bien imponía como obligatoria esa honda impresión que la política de paz soviética había de producir en los asistentes con independencia de que se produjese o no, pues ante el imperativo universal de la política de paz soviética no podía caber otra actitud. Dicha noticia, como expresión de un a priori universal, daba igual que se hubiese dado una semana antes o una semana después de la emisión del discurso.








[1] Lo cierto es que a esta frase lapidaria de Gramsci se le ha opuesto su contra-frase. Una película de F. Rossi llamada Excelentísimos Cadáveres cerraba el telón con la pronunciación de la frase, por un dirigente del PCI, -que contestaba a un periodista de L´Unitá que presentaba sus quejas porque las masas no iban a conocer nunca la verdad sobre una conspiración que se estaba fraguando, -afirmando contundentemente : La verdad no es siempre revolucionaria. Sin duda, de lo que se trataba era de justificar era la complicidad de ese partido en los distintos tejemanejes del poder que, lógicamente, habían de permanecer ocultos a las masas. La alta política es materia exclusivamente reservada a los partidos, es decir, a sus élites, con independencia de que tales partidos se disputen la condición de partidos de masas.
[2] Michel Foucault: Las Palabras y las Cosas. Ed. Planeta de Agostini, S.A., pág. 1, Barcelona, 1984.
[3] Karl Marx: 2ª Tesis sobre Feuerbach. Pág. 54-55. En F. Engels: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía Clásica alemana. Ed. Progreso, 1980, Moscú.
[4] Leszek Kolakovski: El hombre y lo absoluto. Págs. 241 a 251. Alianza Editorial, Madrid, 1970.

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