viernes, 20 de enero de 2012

La muerte es necesaria



La muerte es un factor ineludible de todo ecosistema. El Equilibrio Ecológico es también Desequilibrio Ecológico, que es, a su vez, continuo desajuste y contínuo reajuste, contínua destrucción y contínua creación, todo a un mismo tiempo: vida que genera muerte, muerte que genera vida. 

Si absolutizamos los conceptos de vida y muerte, obtendremos una vida que no es vida y una muerte que no es tal. A nadie con el más mínimo sentido común se le ocurre predicar de un objeto inerte o de un fenómeno puramente físico que esté muerto. 

Una piedra, un tornado o una nube ... no pueden nunca estar muertos por la sencilla razón de que nunca han estado vivos. ¿qué es, pues, la Muerte? no es un principio sobrenatural o metafísico ni nada parecido. 

La muerte sólo podemos concebirla en el contexto del sistema viviente, como un mecanismo regulador de los procesos biológicos, como un nutriente del ecosistema, como un regenerador de las especies, como fundamento de la evolución. 

Nos nutrimos de la muerte y nos autoregeneramos con y por la muerte. 

El pollo en salsa que nos ponen en la mesa a la hora del almuerzo es algo más que un cadáver, es un aporte energético vital para nuestro organismo El ser viviente es, a su vez, un ser muriente. 

Los treinta mil millones de células que integran nuestro organismo continamente van muriendo, continuamente van naciendo, los organismos continuamente se van regenerando, pero, sin embargo, permanecen idénticos en el tiempo, justamente porque la condición de su identidad es su no-identidad, su contínuo cambio, el flujo del río de Heráclito que es y no es a la vez el mismo río.

Todas las poblaciones las podemos considerar como macro-organismos vivientes cuya existencia va más allá del ámbito individual y en tal sentido se constituyen en macro-individualidades. 

La persistencia en el tiempo y en el espacio del macro-organismo requiere la contínua regeneración de sus elementos constituyentes internos. La evolución de las especies es un regulador externo muy efectivo, pues adecua la existencia del macro-organismo a las fuentes de suministro energético existentes e impide un crecimiento que se sitúe más allá de sus posibilidades de reproducción. 

Los genes son nuestro regulador interno. El envejecimiento de los individuos está programado genéticamente y, aunque nuestra neotenia nos ha convertido en los mamíferos de infancia y juventud más prolongada y por tanto más longevos, nuestra estructura celular al final acaba resintiéndose al llegar a la época de madurez, el organismo se desgasta. 

El crecimiento celular está sujeto a un reloj biológico, una célula no puede reproducirse más de cuarenta o cincuenta veces y en muchas ocasiones empieza a degenerar, las células empiezan a crecer de forma incontrolada, exactamente igual que las células embrionarias, aunque invadiendo tejidos. 

Los genes mismos, en un momento determinado, nos predisponen al cáncer. La vida de toda una población constituye todo un flujo de regeneración y renovación que precisa dosificar la muerte de sus elementos como medio de auto-regenerarse, auto-producirse y auto-reproducirse.

Hagamos una hipótesis un tanto absurda. Imaginemos una sociedad de seres inmortales. ¿Qué sucedería? Tal sociedad sucumbiría totalmente no sin antes devastar todos los alimentos y recursos disponibles del ecosistema. Aniquilaría sus posibilidades evolutivas y adaptativas, se convertiría en un freno inmenso, arrastraría tras de sí a toda la biósfera , sería un cáncer incontrolable que, como todo cáncer, acaba con el organismo y con todo el medio viviente y de camino con el cáncer mismo. 

Está feo decirlo, puede que sea hasta política y sentimentalmente incorrecto, pero los viejos (a todos nos atañe llegar a esa condición, los que lo son ahora y los que llegaremos a serlo), por pura necesidad vital, deben dejar paso a los nuevos. Es una simple cuestión de turno y relevo biológico.

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