domingo, 8 de enero de 2012

Cuando los resortes del sistema se apoderan de la crítica al sistema




Cuando un discurso político pierde de vista el elemento ideológico y estructural, cuando toda intervención gira sobre las infracciones penales del gobernante, su falta de honradez, decencia y transparencia, y lo que se propone como modelo alternativo es la honradez, la decencia y la transparencia en la gestión del oponente, se están aceptando implícitamente las reglas del juego del sistema como algo dado.


De lo que se trataría es de expulsar de la mesa al tahúr, al jugador tramposo y pendenciero que esconde las cartas bajo la manga, de cambiar las barajas trucadas, eliminar al fisgón que avisa del juego del contrario. En cierto modo dicho planteamiento es consecuente con el sistema liberal-democrático conforme al cual los políticos son administradores de lo ajeno a quienes se les encomienda, vía mandato, su custodia y disposición temporal. 

Consiguientemente, la mala fe, el abuso de confianza, etc, como extralimitaciones del contenido del mandato, han de encontrar su sanción correspondiente, a saber, las responsabilidades políticas de las que tanto se habló durante aquella época. Unánimemente, todos los grupos y partidos, indistintamente, exigen un juego limpio. 

Por otro lado, la política se hace más asequible al ciudadano, pero, ¿a costa de qué? De ofrecer al público una imagen maniquea, re-simplificadora de lo político, y en vista de lo anterior, la oposición acudía, rauda, a desfacer entuertos, viéndose a sí misma con más semejanza a Amadís de Gaula que a su caricatura cervantina. Cualquier iniciado en el estudio de la ciencia política sabe que las estructuras de poder autoritarias, opacas, piramidales y cerradas a la sociedad civil facilitan todo género de corruptelas. 



Del siglo XV, donde el único control de los gobernantes lo detentaban sus confesores y directores espirituales, a la moderna era liberal donde se establece todo un sistema de controles recíprocos entre poderes e instituciones hay todo un trecho. No obstante, es difícil desligar que era y no era corrupción, por ejemplo, en plena dictadura franquista: ¿el estraperlo y el contrabando al que se dedicaban los altos jerifaltes del régimen durante la época del bloqueo y la autarquía mientras el pueblo moría de hambre?, ¿El caso MATESA?. ¿El caso Redondela?, ¿el affaire del diario Madrid?. Cuando la primera usurpación fue la de la libertad de todo un pueblo arrebatada por la fuerza de las armas, cuando se fusilaba, torturaba, exiliaba y encarcelaba a los opositores al régimen por el mero hecho de serlo, cuando la mentira, la calumnia, la ocultación y el silencio eran la pauta informativa del régimen... ¿Qué son esas corruptelas comparada con esta última? La dictadura franquista era, todo el mundo lo sabe, el reino de la corrupción, de las recomendaciones, de la especulación del suelo, de las repoblaciones forestales a base de coníferas causantes de los actuales incendios forestales, de la entrega de la enseñanza al clero, de los privilegios estamentales y de un largo etcétera. Los casos de corrupción dentro del franquismo se les podría identificar como la corrupción dentro de la corrupción, algo así como la que se produce dentro de una banda de hampones, donde los honrados entregan al proveedor de cocaína una maleta llena de dinero a cambio de la mercancía, mientras que los corruptos sencillamente se limitan a acribillar a tiros a sus proveedores, quedándose con la droga y, por supuesto, con el dinero.  

A estas alturas, no hemos identificado todavía el concepto claro y distinto de corrupción. En sentido amplio hay que referirlo a la existencia de unas normas, por un lado, y, por otro, al grado de cumplimiento de las mismas.  La corrupción, al igual que la justicia, es un valor perfectamente mensurable que se puede calcular mediante la siguiente ecuación: 

ÍNDICE DE CORRUPCIÓN =
FACTOR VARIABLE: GRADO DE CUMPLIMIENTO DE LA NORMATIVA ESTABLECIDA

FACTOR CONSTANTE: NORMATIVA ESTABLECIDA

No es de extrañar que en los Ministerios del Interior, espacios administrativos opacos por razones de orden público, se generen estados dentro del Estado, mundos aparte donde todo está permitido. Quien asegure tajantemente que el monopolio de la corrupción lo tiene determinado partido político y el de la honradez, transparencia y honestidad lo tiene el suyo está completamente equivocado. Nadie tiene el monopolio de la honradez y honestidad y quien pretenda afirmar lo contrario es un farsante. Tampoco radica en las personas. La política no es una cuestión de personas sino de instituciones, de modo que la mejor garantía de un gobierno transparente es el control recíproco y las mayorías débiles, de modo que el margen de impunidad del posible corruptor quede reducido al mínimo.

LA POLÍTICA, PRISIONERA DEL DERECHO   

Marx, en una carta dirigida a J.B. Schweitzer el 24/01/1865 en la que juzgaba a Proudhon venía a decir a propósito de su escrito ¿Qué es la Propiedad?:

Como Proudhon integra el conjunto de estas relaciones económicas en la noción jurídica de la propiedad, no podía ir más allá de la respuesta dada por Brissot, desde antes de 1789, en un escrito del mismo estilo, en los mismos términos: “La propiedad es el robo”.
La conclusión que se deduce de ello, en el mejor de los casos, consiste en que las nociones jurídicas del burgués acerca del robo se aplican así mismo a sus beneficios honrados. Por otra parte, como el robo, en cuanto que violación de la propiedad, presupone la propiedad, Proudhon se embrolló en toda clase de divagaciones confusas sobre la verdadera propiedad burguesa[1]



Todo debate sobre la corrupción de los políticos está planteado exactamente en esos mismos términos. El ejercicio del poder en el marco de una economía capitalista, donde el principal móvil ético y económico es el lucro,  presupone el riesgo de corrupción o, lo que viene a ser lo mismo, la corrupción, entendida como violación de las normas  equilibradoras impuestas a la intervención de los poderes públicos en su interconexión con la sociedad civil. Se trata, en suma, de la misma óptica miope del crítico de la propiedad privada que la define como un robo, como un concepto ligado a la propiedad privada.  No me parece correcta, sin embargo, la interpretación del fenómeno que hace Cornelius Cartoriadis cuando alude a tipos antropológicos ahistóricos e intemporales, como pudiera ser el juez incorruptible, el funcionario weberiano, el maestro consagrado a su tarea, el obrero para quien su trabajo, pese a todo, era una razón de orgullo heredados por el capitalismo, los que han hecho posible que el sistema funcione, por encima incluso del soborno[2]  

La perspectiva que reduce la crítica política a la denuncia de los fenómenos de corrupción que son, a fin de cuentas, elementos disfuncionales necesarios e imprescindibles al reciclaje de la mera función que se distorsiona, como las patologías que, no obstante ser desviaciones, definen por sí mismas el estado de la normalidad, es sumamente equívoca por su componente netamente mitificadora. La reconducción a la normalidad de una situación corruptora conduce exclusivamente a un único referente: la observancia estricta de la Ley y el Derecho. El positivismo jurídico que es, por cierto, una línea doctrinal sumamente conservadora, se instala en el vértice de la acción y gestión política, suplanta y secuestra al mismo tiempo a la misma actividad política. Lo más grave de todo es que, en el estado de la corrupción, la invocación del modelo normalizador se ha convertido en un grito unánime, tanto desde la izquierda como desde la derecha.

En cierto modo, nunca se ha renunciado a la invocación del modelo referencial normalizador. La Revolución Francesa, pese a que el sistema que implantó no tenía precedentes en la historia, creó e invocó sus propios mitos referenciales-normalizadores, el del hombre puro no alienado ni contaminado por la sociedad y la corrupción. Era, no obstante, un mito que, pese a sus pretensiones de encontrar en la historia el referente, se perdía en la bruma neblinosa de los mitos, pues el buen salvaje solo existía en la mente de los teóricos de la Ilustración. 

La sociedad comunista, por su parte, como mito de nuevo cuño de tipo referencial-normalizador, historizado como está, encuentra su modelo, su arquetipo, en el comunismo primitivo y su realización en las ideologías del progreso. Lo que viene a significar que ni siquiera las posiciones revolucionarias se han librado del modelo presencial normalizador al que construyen mitológicamente como medio de reconducir la situación impugnada. 

Aún así, lo presente, lo que se desea modificar de forma revolucionaria, no tiene reconducción posible, ni siquiera desde sus mismos postulados estructurales. La Revolución Francesa fue todo un ejercicio de negación de los mecanismos estructurales del Antiguo Régimen, la impugnación del sistema de privilegios en su totalidad; ya no se pedía una aristocracia recta moralmente o austera, pues con independencia del modo de vida corrupto, amoral, depravado y pervertido de esa clase, expresión de su decadencia histórica, descrito con todo lujo de detalles en  Las Amistades Peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos , lo que se exigía era, muy por el contrario, la eliminación de dicha clase como tal. No se pedía un Monarca Justo, Ecuánime y atento a las necesidades del pueblo, muy al uso en los folletines de capa y espada la época (Los Tres Mosqueteros de Dumas, sin ir más lejos), sino la supresión misma de la figura monárquica.

En cambio, en el caso presente, el de la lucha contra la corrupción, la situación crítica se resuelve mediante una apelación a los mismos resortes del sistema, a su puesta en funcionamiento a pleno rendimiento. Foucault describía como se activaban y consumaban los mecanismos de la sociedad represiva desde el mismo momento en que un grupo de vecinos, ante una oleada de delincuencia callejera, se movilizaba para exigir una mayor presencia policial en las calles.

Ese fenómeno, al que se le ha dado en llamar judicialización de la política, viene caracterizado por la sumisión del poder ejecutivo al control directo de aquel poder (ideológicamente neutro o independiente de todos los poderes) cuya función es la de garantizar su sujeción a la normativa reguladora del Estado, lo cual nos viene a confirmar que la política se ha desvanecido totalmente contando en este caso con la complicidad unánime de toda la clase política. La muestra y expresión más patética de este fenómeno la tenemos en cómo Julio Anguita  cuando fue líder de IU que, se supone, contaba con ser la alternativa más radical a la situación, afirmaba sin rubor que su programa político no era otro es el cumplimiento íntegro de la Constitución Española, citando a continuación la ristra de artículos constitucionales que exigen pleno desarrollo. Si aquella izquierda que afirmó de sí misma situarse en la otra orilla apelaba programáticamente al positivismo jurídico.. ¿qué podíamos esperar de quienes se encuentran todavía en esta orilla?





[1] Karl Marx, Carta a Schweitzer de 24 de enero de 1865, en Miseria de la Filosofía, pág.248 .  ed. Aguilar, 1969, Madrid.
[2] Cornelius Castoriadis. El ascenso de la insignificancia, pág. 92 ediciones Cátedra, 1998, Madrid

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