jueves, 19 de enero de 2012

EL SENTIDO DE LA VIDA Y EL SENTIDO DE LA MUERTE

No todas las preguntas que nos hacemos encuentran una respuesta adecuada en el plano de la ciencia, menos aún en aquellos casos en que la misma estructura de la pregunta supone una inducción a cierto tipo de respuesta. Cuando me encuentro con un creyente siempre me sale con la misma cuestión “¿Quién creó entonces el Universo y al hombre?”.  Es esta una pregunta capciosa donde las haya que incluye en las premisas de sus enunciados los  presupuestos sobre los que se pretende articular la posible respuesta, implicando que un agente personal, un “sujeto” ha “creado”. Obviamente a ese mismo creyente ante un terremoto no se le ocurre preguntarse sobre quien ha podido ser su causante, a menos que crea que en las entrañas de la Tierra se esconde un gigante que cuando bosteza hace temblar la tierra. Por eso verá más lógica la explicación basada en la tectónica de placas. 

Con la pregunta de marras, el sujeto y la acción están manipulados, tanto el “quién” como el “creó” contienen el juicio previo del agente personal (pues en otro caso se hubiera preguntado por el “qué” o por el “cómo”) y la acción que ejecuta (pues en otro caso hubiera puesto otro verbo distinto como “ocurrió” o “se produjo”). El hidrógeno lo genera el choque de dos partículas de helio. La otra pregunta proyectiva es “¿qué sentido tiene el que estemos aquí?”.  Podemos desligar el concepto sentido de connotaciones antropomórficas, desligarlo de los principios de utilidad y de satisfacción. La praxis humana carga de sentido tanto  los objetos: sillas para sentarse, vasos para beber, bombillas para iluminar, camas para dormir, etc como las acciones: trabajar para vivir, casarse para fundar una familia, estudiar para prepararse unas oposiciones, etc.  Fuera de nuestro ámbito y espacio de actividad, las cosas carecen de sentido; no tiene ningún sentido (moral) ni el magnetismo ni el calor ni la gravitación, ni el choque de partículas, son estas más bien propiedades que combinadas provocan ciertos efectos. El sol no “sirve” para dotar a la vida de energía porque el sol se generó mucho antes de que se formara la Tierra y por tanto la vida, dicho de otro modo o conforme a la percepción teleológica, el sol antes de la formación de la Tierra no tenía sentido, como tampoco lo tiene para Júpiter o Urano, planetas donde no existe la vida. La naturaleza física, que en un momento determinado se combinó originando la vida, no es proyectiva, nunca lo ha sido, su actividad ha generado condiciones pero esas condiciones no pueden deducirse de su actividad.

Obviamente, la ciencia no encuentra respuesta a ese tipo de cuestiones de orden  metafísico, en cambio las religiones sí. Cuando alguien se pregunta por el sentido de la vida tiene a mano todo un arsenal en las grandes religiones. La inmortalidad del alma, la reencarnación, la salvación, la resurrección de los muertos o la llegada del Mesías han sido los consuelos más socorridos ante el hecho cierto de la muerte.  La humanidad, desde que adquirió consciencia del futuro individual, ya en los albores de homo sapiens, se ha sumido en una de sus mayores tragedias, la de su destino individual, y ante lo que  nunca se ha querido resignar ha buscado y encontrado respuestas.

Cuando, desde pequeño, criaba gusanos de seda, que nacían a mediados de marzo, veía como las orugas ocupaban todo su tiempo en comer hojas de morera hasta que llegaba el momento de confeccionar el capullo. Del capullo salían las mariposas y a los pocos días se acoplaban machos y hembras. Finalizado el acoplamiento, las hembras depositaban los huevos sobre las paredes de la caja de cartón. A los pocos días empezaban a morir una tras otra. Fué cuando realmente descubrí cual era el sentido de la vida por el que se han preguntado tantos teólogos, filósofos y poetas a lo largo de los tiempos. El sentido de la vida no era otro que el de reproducirse a sí misma. La oruga es un gran aparato digestivo que consta de una cabeza dotada de unas fuertes mandíbulas seguida de una bolsa dotada de apéndices para fijarse a la hoja siendo su único objetivo alimentarse noche y día. Cuando llega el momento en que no necesita más alimento, se activa el mandato genético de la metamorfosis, confecciona el capullo con la seda que segrega de sus glándulas, pasa de oruga a crisálida y de crisálida a mariposa, o sea, se transforma, de órgano digestivo en aparato reproductor, en ese momento machos y hembras se acoplan. Finalizado el acoplamiento, las hembras depositaban los huevos. Ha finalizado el ciclo biológico con la función reproductora, a las pocas horas mueren y al año siguiente se reproduce el mismo ciclo.

En los humanos, como en cualquier otra especie biológica, el proceso es no iba a ser distinto. Es parecido aunque algo menos mecánico y con secuencias temporales más relajadas, aunque estructuralmente idéntico, pues da la “casualidad” que nuestra plenitud física coincide con nuestra plenitud sexual. Pasada esa fase, después de los cuarenta años, entramos en un proceso de decadencia física irreversible, el suficiente como para criar y preparar a los hijos como mamíferos que somos (nuestra estrategia reproductiva, propiamente mamífera, es distinta a la del insecto, y a ella se adapta el ciclo biológico). Quizá tengan algo de razón los pan-genetistas cuando dicen que los seres vivos somos meros soportes de un código de instrucciones (DNA) que tiende a perpetuarse a través nuestra. En la terminología de Spencer, “la gallina es el medio del que se vale el huevo para hacer otro huevo”. Nosotros seríamos seres efímeros, el DNA un ser permanente y perdurable a lo largo de cientos de milenios.

Si hay algo que realmente aterra y ha aterrado a los seres humanos a lo largo de su historia ese algo ha sido el hecho físico de la muerte.  La muerte es el telón de fondo de toda historia individual. De su certeza tiene consciencia todo ser humano, certeza en cuanto al “qué” que se disipa (se hace incierta) en lo relativo al “cuando” o al “como”, es una condición a término incierto. Intentamos resguardarnos de la muerte  tanto por instinto como por consciencia. La muerte es el destino inevitable. Los hombres se rebelan, intentan sobreponerse, es sólo cuestión de tiempo: el tic-tac del reloj nos aproxima a ella. No la comprendemos porque el mundo es el mundo que nos hemos hecho, el que hemos integrado en las estructuras de nuestra percepción, es el mundo en el que hemos ocupado su centro. No la concebimos y, por tanto, se intenta apartar la presencia subjetiva de la muerte como algo extraño a uno mismo. Mientras Paúl Valery sentenciaba que la muerte es algo que siempre sucede a los demás, por su parte, Epicuro intentaba alejar el miedo a la muerte afirmando que   
                                                                                                                     

el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos [1]


No obstante, el hombre no se ha resignado nunca a la muerte.  Las filosofías estoicas o epicúreas no le han infundido el sentimiento de tranquilidad y sosiego que necesitaba, no le bastaba la simple resignación. La persistencia en el ser y en el vivir[2] le ha marcado desde tiempos remotos. El hombre se ha rebelado contra la muerte y por tanto ha querido transgredirla y someterla y para ello se ha hecho inmortal y la inmortalidad lo ha confortado, le ha infundido la seguridad y la esperanza de que la auténtica felicidad se encontraba justamente una vez fuese franqueada esa barrera, la barrera de la muerte, que iba a adquirir a su vez el carácter de un renacimiento, de una nueva iniciación en una nueva fase de la vida.

Llámase conatus a la perseverancia que tienen todos los seres vivos en la existencia, una perseverancia que excluye totalmente la existencia subjetiva de la muerte.  Spinoza  lo formulaba así en su Etica:

El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser con una duración indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo.[3]

Una idea que excluya la existencia de nuestro cuerpo no puede darse en nuestra alma, sino que le es contraria... lo que primordialmente constituye la esencia del alma es la idea del cuerpo existente en acto, el primordial y principal esfuerzo de nuestra alma será el de afirmar la existencia de nuestro cuerpo, y, por tanto, una idea que niegue la existencia de nuestro cuerpo es contraria a nuestra alma.[4]

Freud basaba el ansia de inmortalidad en las estructuras mismas del inconsciente:

La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores. Así, la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que es lo mismo, que en el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.[5]

Añadir leyenda
Todas las sociedades primitivas fasifican la vida del ser humano: la iniciación a la pubertad es la muerte del niño y el nacimiento del adulto, la iniciación al matrimonio es la muerte del soltero y el nacimiento del casado, una muerte es solo el fin de una etapa y el nacimiento de otra. El difunto pasa a otro mundo y ha de franquear las fronteras de este para ingresar en el otro, pagar al barquero Caronte o purgar antes sus pecados antes de marchar en dirección al  paraíso. El sacerdote que aplica los santos óleos al moribundo lo marca para iniciarlo en la otra vida. Tanto oriente como occidente han hecho inmortal la esencia de los hombres, su aliento vital, sus ánimas vagabundas. Los occidentales le han dado un destino fijo en el más allá. Los orientales no se han atrevido a atravesar las barreras de este mundo, no han osado duplicarse en un mundo imaginario,  y han puesto a vagabundear los espíritus de los muertos entre los seres vivientes en ciclos de reencarnaciones sucesivas. Y así la muerte, como la magia, como los rituales de iniciación, se convirtieron en fuente de poder. Sobrevivir tenía un precio. Se instituyeron los especialistas de la magia, de la iniciación y de la muerte, los mediadores con el más allá. Se forjaron dioses terribles y sedientos de sangre que exigían muerte y sacrificios. Los sacerdotes se apropiaron del miedo a la muerte y del control de todos los resortes de la iniciación. El deseo primitivo de transgredir los límites de la existencia fué paulatinamente organizado, estructurado e incorporado a un sistema de dominación y represión enormemente eficaz.

La emancipación de la muerte, la iniciación a la otra vida, lo que en un comienzo surgió como un afán emancipador y liberador del fin a que inevitablemente condenaba el reloj biológico a los hombres, como una proyección reconfortante del origen y sentido de la existencia, fue finalmente controlada y acabó convirtiéndose en un factor más de represión y dominación. Los poderes religiosos tenían las puertas abiertas para ejercer su dominio sobre el acceso al otro mundo, al otro valle, a la otra orilla, al más allá, al reino de los cielos. Detentaban el control sobre las conductas presentes y sus consecuencias futuras. La muerte les pertenecía por derecho propio.

(continuará)



[1]Epicuro: Carta a Meneceo, Pag. 47-48. Ed. Alhambra, Madrid, 1985
[2]Por otra parte, esa natural persistencia en el ser y en el vivir que nos impele nuestro espíritu es la traducción de esa misma persistencia que se expresa en nuestro sistema fisiológico, regenerativo e inmunológico. La fuerte apetencia sexual es una instrucción genética que nos impele a reproducirnos, a persistir en la existencia.
[3]Baruch de Spinoza: Ética demostrada según el orden geométrico. Pág. 178. Ediciones Orbis, Barcelona, 1984
[4]Baruch de  Spinoza : Ética demostrada según el orden geométrico. Págs. 179-180. Ediciones Orbis, Barcelona, 1984
[5]Sigmund Freud: Obras completas, vol. II, “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte. pág. 2.110. Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1973

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